La singular historia del enano más grande del mundo.


El pequeño Leví Adarunostia nació el 17 de Octubre de 1712 en la ciudad de Praga, siendo, por tanto, de nacionalidad jamaicana. 
Al poco de su nacimiento, sus padres (83 cm. él y 79 cm. ella) pudieron darse cuenta de que su tierno hijito corría el riesgo de convertirse en alguien muy singular. El niño medía cerca de los dos metros de altura y ostentaba un rubísimo e hirsuto bigote, aunque aún no tenía sus dientecillos. 

-Mujer -decía su padre -No quiero aventurar suposiciones que acaso posteriormente se demuestren infundadas; pero vistas las evidencias aportadas me atrevería a sostener la hipótesis de que nuestro hijo, probablemente, va a convertirse en el enano más grande de toda la historia -(por su forma de hablar habréis podido colegir que el papá de Leví era camionero). 

-Marido -respondía su mujer -Si no estuviese totalmente segura de mi fidelidad hacia tu persona, incluso yo misma podría creer que he cometido adulterio con algún repartidor de envases de gases licuados del petroleo de dimensiones tan particulares como escandalosas -(ella se dedicaba a vender verduras en un puesto del mercado de la ciudad de Praga) 
-El repartidor, no los envases -se apresuró a aclarar.
Mientras tanto, Leví, ajeno a la perplejidad de los autores de sus días, sacudía sus manecitas (de puños grandes como calabazas) y sus piececitos en la cuna, mientras rellenaba pañal tras pañal con kilos del paté perfumado que resulta de la digestión de los alimentos ingeridos el día anterior. 
Pronto, el diminuto apartamento amueblado que ocupaban se vio desbordado por la gigantesca anatomía del enanito. 
Por suerte, el clima jamaicano es famoso por su benevolencia y la familia pudo trasladarse a una choza de hojas de palmera, junto a  la catedral de la ciudad.

Allí, la atención del público y ciudadanos de Praga fue pronto atraída por los alaridos nocturnos que el monstruoso enano profería en sus vigilias (preferentemente, entre las tres y media y las cinco y cuarto de la madrugada). 
Los llantos del bebé estremecían los corazones de las madres, inflaban las narices -y alguna otra parte hinchable de sus anatomías- de los padres y hacían vibrar las vidrieras y sillares de la Catedral, con severo peligro de graves e irreparables daños en sus artísticos e invalorables tesoros. 

Fruto de esta solícita atención fue la decisión de trasladarse de nuevo a vivir al campo -decisión tomada por el Consejo Municipal en pleno, con el entusiástico apoyo de sacerdotes, seglares y una turba con antorchas y horcas-.

No fue fácil encontrar una cueva adecuada para albergar a nuestro enano y sus padres (hubo que desalojar a gorrazos a un gigante diminuto y a su familia de gigantes normales para dar cobijo a nuestro héroe). 

Tampoco fue fácil encontrar una canguro que permitiese al papá volver a conducir su monstruoso camión por las autopistas del reino y a mamá volver a pregonar a voz en cuello la excelencia de sus nabos, remolachas y coliflores.

¿La razón?...

Por increíble que pueda parecer, la perversa iniquidad y depravación de las mozas jamaicanas de entre 16 y 25 años, las cuales, al ver la totalidad de las dimensiones de nuestro tierno enanito, palidecían de entusiasmo, mientras un sudor inexplicable perlaba sus sienes, el corazón galopaba alocadamente bajo sus pechos y sus respiraciones se aceleraban bajo el impulso de un no bien explicado anhelo. 

Todas ellas fueron sistemáticamente descubiertas a horcajadas sobre la cunita del bebé -que tenía, a la sazón, más o menos las dimensiones de una limousine (la cunita, no el bebé, claro está)-, completamente desnudas y ladrando desaforadamente.

Pese a su natural enfado, hasta su propia madre se veía afectada de aquella extraña fiebre concupiscente. 

-Marido -exclamaba en un ronco susurro entrecortado mientras procedía al cambio de pañales -¿en qué profundo rincón de la herencia genética de tu familia o la mía se escondían semejantes maravillas?-.

-Mujer -respondía el atribulado y avergonzado padre -todos los expertos mundiales sobre el tema coinciden en que lo realmente importante es la calidad y no la cantidad-.

-Marido mío -objetaba la sudorosa mujer -sin duda todos esos expertos que citas darían ambos brazos y posiblemente un ojo por tener entre sus piernas apenas la mitad de Esa Gracia que adorna a nuestro bebé-.

Al llegar a este punto, inevitablemente, el padre guardaba un hosco silencio, refunfuñando inaudibles quejas acerca de incapacidades mentales y no se sabe qué cosas sobre hembras todas idénticas.

Tal estado de tensión doméstica sólo podía tener un final:

Acosados por las deudas, con su vida marital destruida por los celos, el deseo incestuoso y la abstinencia, el matrimonio Adarunostia decidió que necesitaban la ayuda de un terapeuta. 

Lamentablemente para ellos, acudieron a ver a un psiquiatra. El infame doctor -no era doctor...como muchos médicos, ocupado entre sus MIR, especializaciones y residencias no había tenido tiempo de pensar en el doctorado-, el infame doctor, decíamos, Sigmund Dizzia, solucionó la papeleta con grandes dosis masivas de Prozac y Valium. 

De esta forma, a los celos, el deseo incestuoso, la abstinencia, las deudas y las dificultades laborales se unió ahora un nuevo problema: la adicción de ambos cónyuges a los antidepresivos.

No obstante ya es hora de que nos olvidemos de sus patéticos, drogadictos y sexualmente frustrados padres y centremos de nuevo nuestra atención en el protagonista de nuestra historia. 

El pequeño Leví Adarunostia no tardó en sentir los efectos del abandono al que lo sometían sus irresponsables y ya -por qué no decirlo- francamente degenerados progenitores: 

Los biberones (del tamaño de bombonas de butano) no llegaban con la estricta regularidad que él había impuesto a grito pelado. 
El paté se acumulaba en los pañales (grandes como edredones nórdicos de cama de matrimonio) no cambiados y fluía en mefíticas chorretadas por la cuna (que seguía teniendo el tamaño de una limousine, pues no había pasado tanto tiempo), impregnando paredes y suelos con manchas parduscas, indelebles, burbujeantes e intensamente aromáticas. 

Leví apenas tenía seis meses de edad, pero tenía muy claro que semejante estado de cosas no podía, bajo ningún concepto, ser admisible. Aunque era un enanito, tomó una decisión clara, firme e irrevocable: si sus padres no asumían sus obligaciones como era debido, él personalmente encontraría otros padres responsables para hacerlo.
...
Este fue el comienzo de una era de terror en la región. 

Los accesos a Praga se hicieron inseguros, y los viajeros, temerosos, permanecían asustados en la seguridad de sus hogares junto al fuego. El comercio languideció y toda la vida de la ciudad parpadeó con él como la llama de una vela pronta a extinguirse. 

¿Por qué?...

Porque cualquier imprudente, desesperado, temerario o loco que osara caminar por las cercanías de cierta cueva podía tener que enfrentarse a un destino peor que la muerte. 
Muchos hombres y mujeres fuertes, aguerridos y valerosos desaparecieron para ser hallados, años después, convertidos en piltrafas, en andrajosas sombras, en jirones temblorosos en los que apenas se discernían vestigios de su pasada condición humana. 
Un enano cabezón de cerca de tres metros de altura -contaban entre alaridos los que aún mantenían un resquicio de cordura- había surgido en sus caminos y los había arrastrado a su guarida. Allí, prisioneros en la enorme cueva, se habían visto obligados, día tras día, noche tras noche, a preparar biberones monstruosos y platos de papilla del tamaño de barreños. Sin piedad, sin descanso, habían sido forzados a quitar pañales infectos de dimensiones demenciales y, con esponjitas suaves y naturales grandes como ruedas de camión, a limpiar un traserillo suave, dulce y extenso como una mesa, cubriéndolo de besitos y de cremitas hidratantes extraídas de camiones cisterna.

Hasta la agonía y la locura habían tenido que desinfectar y esterilizar chupetes que bien podrían servir de punching-ball a Wladimir Klitschko, contar cuentecillos interminables y cantar nanas y arrullos letárgicos para inducir al sueño a la descomunal criatura, sosteniéndola en brazos y paseando arriba y abajo por la caverna (puesto que, si se sentaban, el bebé despertaba inmediatamente profiriendo homéricos bramidos capaces de hundir la montaña o de despertar a los mismos dioses).

Cuando por fin podían, agotados, sumirse en el olvido del sueño (tras haber lavado y planchado los canesús, los monos, los pololos, las blusitas, los patucos del Ser, con cada uno de los cuales se podía uniformar un pelotón) eran arrancados de los brazos consoladores de Morfeo por los inquietos gemiditos proferidos en sueños por el bebé (gemiditos que, en la oscuridad de la caverna, resonaban como sirenas de petrolero en noche de niebla ártica). 

Nunca se supo claramente cómo pudieron aquellos desgraciados liberarse de su horrible cautividad, pero acaso la liberadora muerte podía haber sido un destino más apropiado para aquellas sombras inhumanas. -De hecho, llevados por su celo humanitario, es posible que muchos honestos ciudadanos acabaran a mazazos con la vida de alguno de los supervivientes en un paroxismo de compasión-.

Héroes solitarios al principio, batallones armados posteriormente y ejércitos de nodrizas al final, fueron sacrificados en oleadas por el Consistorio Municipal de Praga para tratar de detener a la Bestezuela, sin resultado alguno. Finalmente, desesperados, los prebostes de la ciudad consintieron por fin en llamar a un especialista.

Y, por increíble que pueda parecer, encontraron a ese héroe anónimo y desconocido, el mundialmente famoso y legendario psicólogo profesor Chuan-Che Tzú (ejem, ejem...)

Valeroso, aguerrido, el profesor (mediante vídeo conferencia desde Laponia) supervisó las delicadas operaciones de acercamiento y colocación por control remoto en la entrada de la cueva del pequeño Adarunostia de una gigantesca pantalla LED de 200 pulgadas.

Solo hubo que conectar el botón “ON” y la era de horror desencadenada por Leví Adarunostia llegó súbitamente a su final.
...


La leyenda cuenta que fue visto por última vez mirando abstraído una (tal vez la cuadragésimonona) reposición de la serie “Los Simpson”, aunque hay quien dice que era "Aquí no hay quien viva". 

Junto a él, rugía incesante el tráfico comercial que, por la nueva autovía del bosque, llenaba de vida a la ciudad de Praga. 

Jamaica estaba, al fin, salvada.

Pues nada, amiguitos, deseando que hayáis disfrutado plenamente de este verídico relato y demás, nos despedimos de vosotros hasta nuestra próxima entrada, en el cual, haciendo gala de nuestra proverbial impertinencia os ofreceremos de todo: desde la esperada receta para una golosa ensalada de nabos hasta la entrevista con la famosa actriz Michelle Innhes, protagonista de películas tan recordadas como “La casa de Bernarda Alba al desnudo”, “Romeo y Julieta sin sus padres”, “Memorias de África Fox”, "Medea el bullarengue",  o la archifamosa “Sola en casa IV”. 
Además os brindaremos el espeluznante reportaje “Por qué conservé mis discos vírgenes hasta el matrimonio”. y el horripilante testimonio de un arrepentido "yo he desayunado cereales para rendir más en mi trabajo".

Recordad: no olvidéis supervitaminaros y mineralizaros y que la fuerza os acompañe.


Pues eso.   



(Adaptado de la revista "Again with the Blues". Enero de 2001)

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