Cuento de Navidad 2014
Hooola a todos, a todas y a los demás, criaturas pensantes.
Un añito más empezamos nuestra campaña de Navidad. Un añito más, pues, nos place ofreceros, siguiendo una costumbre cuyos orígenes se remontan a la era PreInternet (sí, niños y niñas, hubo vida antes de internet), nuestro Cuento de Navidad.
Si sois veteranos en estas páginas, a estas alturas ya sabréis de qué va la cosa. Disfrutad y sonreid, pues no se pretende otra cosa.
Si sois nuevos, se os debe una breve explicación:
Poco antes de Navidad, a modo de felicitacíón-regalo navideño y en la creencia de que alguien tiene tiempo para leernos, hacemos llegar a nuestros parientes y amigos (tanto conocidos como por conocer), un cuento. Básicamente porque nos da la real gana.
(si luego os quedan ganas, podéis leer algunos cuentos de años anteriores si pulsáis AQUÍ, cosa que os recomendamos con fervor).
Otra vez va dedicado a aquella sin la que, ni esto, ni muchas otras cosas tendrían sentido o valdrían la pena. Con permiso, pues
Para Aurora.
De modo que ahí está. Bienvenidos, Feliz Navidad y todas esas cosas,
CROSSROADS. Cuento
e ilustraciones por Juan Jesús Amo Ochoa
Para Aurora (otra vez, y mil más)
Para aquellos de vosotros y
vosotras que, por extraordinario que ello pueda parecer, aún no conocéis
Albacete, debo explicaros que está rodeado por un intrincado laberinto de
pequeños caminos. Una pesadilla que ha
hecho que varios concejales de Urbanismo se despierten en la noche sollozando
pensando en tantos sobres perdidos.
Se enroscan y giran sobre sí
mismos, asfaltados unos, cubiertos a partes iguales de grava y baches otros,
para conectar el núcleo urbano con un anónimo desfile de diminutas cuadrículas
de terreno en diferentes grados de ocupación. Un paseante despistado puede
encontrar concurridos merenderos y lujosos chalets junto a chabolas que custodian
antiguos huertos; primorosas casitas llamadas “Villa Manolita” o “El rincón de
Llanetes” al lado de pijísimos edificios con piscinas ocultas a la sombra de
pinos, olivos centenarios, frutales en diversos grados de olvido o setos de
aligustre; residentes habituales junto a casas derruidas ocupadas por familias
de nómadas.
En la llanura albaceteña, apenas
hay referencias topográficas ni indicadores que señalen ninguna dirección y,
desde luego, aparte de los que puedan ocultarse en los archivos de los
Servicios Secretos del Catastro o en los megaordenadores de Hacienda, tampoco
hay mapas. Esto es así porque, discretamente, los albaceteños gustan de
retirarse del mundanal ruido a estos refugios ocultos y los fines de semana
soleados desaparecen de la ciudad para dar cuenta de los restos mortales de
varios centenares de corderos, cerdos y otros animales de granja que maldita la
gana que podían tener; apretarse unas cuantas docenas de botellas de ese vino tinto
que es gloria del Planeta Tierra; y, ya en el lío, echarse unas siestacas que
hacen que Rip van Winkle parezca el epítome del estrés, en un ritual cuyos
orígenes se pierden en la noche de los tiempos.
Si uno se sitúa detrás del
Hospital “Perpetuo Socorro” puede encontrar, sin mucha dificultad, la deteriorada
caricatura de una carretera asfaltada que, pocos metros más tarde pierde su
disfraz para convertirse en un camino que recorre un par de kilómetros entre
eriales llenos de malas hierbas, vallas de alambre, muros de cemento y perros
que combaten casos terminales de aburrimiento ladrando como posesos a cualquier
ser viviente que acierta a pasar; y que, cual el Okavango, se diluye por la
planicie en un millón de caminos subsidiarios, senderos y trochas que, a ojos
de los no iniciados, no conducen a ninguna parte en concreto.
Si seguís este camino que os
cuento (sin perderos para siempre en la llanura eligiendo atolondrados una
bifurcación equivocada) llegaréis, en unos veinte minutos de paseo tranquilo,
al punto en el que se cruza con otro.
El cruce está situado exactamente
en mitad de ninguna parte, entre cuatro extensiones de campos olvidados de ese
tono amarillo pardusco que hace que te olvides inmediatamente de que una vez
existió siquiera el color verde. Los edificios más cercanos están a unos quinientos
metros y allí, lo único que se eleva hacia las alturas son las ramas resecas,
retorcidas y quebradizas de un árbol que alguien plantó una vez y que resiste,
ahora y siempre, al invasor.
No se escucha ningún ruido. El
eco de un camión lejano vibra en la lejanía, tal vez en Murcia. En verano, un
sol el doble de grande del que conocéis, estaría aplastando con su peso a todas
las criaturas, grandes y pequeñas. Pero ahora es invierno y ha anochecido.
El clima manchego, como muestra
de su tradicional hostilidad, tiene reservado para estas fechas algo
especialmente ingenioso: un aire tan quieto y frío que hace las estrellas
puedan escucharse: tienen exactamente ese sonido que llega al cerebro a través
de los huesos cuando uno muerde un trozo de hielo.
Si estuvieseis siguiendo este
camino, en vez de ser juiciosos y quedaros en casa cenando con vuestras
familias (por algo es Nochebuena), podríais ver que una figura oscura camina
despacio, bien arrebujada en un abrigo negro y envuelta en una bufanda roja. De
cuando en cuando saca del bolsillo una pequeña linterna LED e ilumina las
formas parduscas y engañosas que cubren el suelo, no vaya a ser que lo que
parece un agujero sea en realidad algún tipo de bosta (o viceversa).
La bufanda y la oscuridad no nos
permiten vislumbrar nada más que dos ojitos brillantes (es extraño, de pronto
me he acordado de Paul Newman en “Fort Apache”) y la puntita de dos orejas
blancas, largas y sedosas.
No hay luna. Las cercanas luces
de la ciudad borran a las estrellitas más débiles hacia el norte salpicando
unos cuantos fotones solitarios y perdidos que convierten la negrura en un gris
marengo indistinto. La linternita LED se para sobre las ramas del árbol,
cuajadas de escarcha. Y el caminante se detiene a esperar, moviendo los pies con
golpecitos nerviosos para evitar la congelación
.
La culpa de todo esto la tiene
Aengus, del An Chruit Corcaigh.
El An es nuestro pub favorito, y Aengus es el barman y, si queréis
saber algo más de su historia os recomiendo que leáis el Cuento de Navidad del
año pasado, donde se presentaron por vez primera estos dos personajes. No voy a
repetir sus andanzas aquí. Pero tenéis que saber que, la noche antes de Navidad
todos nos reunimos en el An Chruit
para tomar unas cervezas, contar unas cuantas anécdotas y, si se tercia, hacer
un poco de música. Es nuestra versión particular de la cena de trabajo, solo
que ninguno de nosotros trabajamos. Juntos, quiero decir.
Bueno, el caso es que allí
estábamos, por la cuarta o quinta Guinness. Ya habíamos celebrado nuestro
concurso de relatos (nuevamente lo había ganado Papá Conejo. Ya os contaré su
cuento en otra ocasión) y estábamos subidos en la tarima que hace las veces de
escenario tratando de sacar adelante una versión dudosa de God rest ye merry gentlemen.
Papá Conejo curraba afanoso con
el Bajo, mientras cada uno paseaba su instrumento por lo que de forma
benevolente y optimista, imaginábamos armonías celestiales.
Yo creo que sonar, lo que es
sonar, sonaba.
Algo.
Pero no podía dejar de ver que
las frondosas cejas de Aengus nos contemplaban con una desaprobación que discretamente
había saltado las alambradas de la frontera del Desprecio y se había
establecido como inmigrante ilegal en el país de la Repugnancia.
No puedo comprender ese abyecto
deseo que tenemos de complacer a las cejas de Aengus, pero existe. Es real.
Está ahí fuera, como la Verdad.
Cada uno de nosotros, empapado en
sudor frío, intentaba dar lo mejor de sí mismo, sangrando los dedos y doloridos
los músculos, como esclavos que, con tal de conseguir que el Faraón haga un
pequeño gesto de aprobación (tal vez el sorprendido arqueo de una ceja), son
capaces de reventarse las espaldas para colocar en su lugar perfecto el último
bloque de veinte toneladas en una pirámide empleando únicamente los párpados.
Pero aquellas cejas… aquellas
cejas inexorables nos contemplaban como Karajan hubiera contemplado a la
Sinfónica de Berlín rebuznando Bailonga,
tú eres mi niña bailonga.
Por fin, Papá Conejo se rindió.
- ¿Hay algo que tengamos que
saber, Aengus? –
Las cejas se relajaron. Un poco.
- Bueenoo…- fue la respuesta.
Bueenoo. Así, con dos oes y dos
es.
Papá Conejo y yo llevamos poco
tiempo en la música. No es mucho lo que hemos aprendido hasta la fecha, pero,
dentro de lo poco que hemos aprendido, sabemos que “bueenoo”, con dos oes, es
una de las peores cosas que se le puede decir a un músico. Significa “no molas”.
Significa “no eres bueno”. Significa “un gato agonizante sonaría mejor que tu”.
Significa “nunca jamás tocarás bien”. Significa “bueenoo”…
Aengus no es un tipo de muchas
palabras. Tiempo después supimos que el fruncimiento de sus cejas se debía a
una silenciosa batalla personal contra un caso agudo de aerofagia –ni siquiera
sabíamos que Aengus tuviese algo tan humano como órganos internos. No sé, siempre
he creído que el tipo es un apéndice del Pub-. Pero en aquel momento, el “bueenoo”
nos golpeó con la alegre indiferencia de un iceberg y nos colocó justo donde
estábamos: a una distancia inconmensurable de nuestros sueños musicales. Si el
virtuosismo fuese un sol que tuviésemos que alcanzar, nosotros estaríamos
perdidos en la nube de Oort, y además, a pie.
Abatidos, dejamos los
instrumentos y nos agrupamos en torno a las cervezas como los pequeños
elefantes se agrupan junto a las matriarcas de la manada buscando consuelo y
calor.
- Tíos –dijo alguien –yo había
pedido un ampli nuevo a los Reyes -.
Y entonces –aunque sólo aquellos
que han sido infectados con el virus de la Música pueden entender su
profundidad, lo tremendamente en serio que fueron pronunciadas-, alguien dijo
en voz alta las palabras fatídicas, las que todos estábamos pensando:
- Macho, yo vendería mi alma al
Diablo por saber tocar -.
En el colegio, algunos hemos
aprendido que el sonido son vibraciones. Y que las vibraciones producen pequeños
cambios en el entorno. Moleculillas que no molestaban a nadie se ven
desplazadas a otro sitio, golpeando a su vez a otras que también estaban
pacíficamente perdidas en sus ensueños particulares de molécula. Y éstas, a su
vez, molestan a otras en una esfera que va creciendo hasta que nada, nada, se
queda en el mismo sitio que unos minutos antes, cuando todos estábamos mucho
más guapos callados.
En ese preciso momento, con un
melodioso tintineo, se abrió la puerta del An
Chruit Corcaigh, la que da al lado de Albacete (hasta mucho más tarde no reparé en que jamás había habido una
campanilla en ninguna de las puertas del An).
Y entró la Mujer.
No una mujer, sino la Mujer.
Os ahorraré mis patéticas
descripciones porque no le harían justicia. Sólo os diré que era, estaba, era,
quiero decir, demasiado buena para ser real -también de eso me di cuenta mucho
más tarde-.
Sobre su deslumbrante vestido
rojo llevaba un elegante abrigo negro que se quitó con un gesto que me hizo
pensar en panteras, antes de pasarse los dedos por una cabellera del color de
la lava candente en la que Gollum se reunió, por fin, con su Tessssoro.
Se deslizó hacia la barra (todos
estuvimos de acuerdo en que no pudo hacer algo tan profano como poner los pies
en el suelo y andar) donde pidió a las cejas de Aengus un Jack Daniel’s sin
hielo antes de volverse hacia nosotros y dejarnos el negativo de su sonrisa
grabada en la retina durante un par de minutos.
Eso, por mirarla directamente,
sin unos cristales ahumados.
- Buenas noches, caballeros –dijo.
O susurró. O yo qué cuernos sé. El caso es que su voz permaneció más tiempo del
que parecía físicamente posible haciéndonos cosquillas en los pelillos de la
nuca.
- Buenazggllchsss –graznó
alguien. Yo no fui, porque me acuerdo que, de pronto, tenía la boca seca como
un…como una…como una cosa muy seca.
De pronto, estaba sentada con
nosotros, mientras aún librábamos una furiosa, discreta, batalla de codazos y
apartábamos las sillas para hacerle sitio.
- Hola –dijo. –Me llamo Lucy.
Lucy Pheever -.
- Encantglglgb srita Pheeeeerg –
coño, parecíamos una reunión de “Gangosos sin Fronteras”.
- Bueno. Iré al grano. Digamos
que soy una persona muy sensible e interesada en hacer felices a los que me
rodean. He convertido esta afición en, podríamos decir, mi razón de ser. De
modo que, cuando pasaba casualmente por la calle, he creído escuchar algo que
me ha hecho pensar que podría resultarnos mutuamente interesante tener una
conversación –sonrió de nuevo.
Y de nuevo me pilló sin gafas de
sol. Parpadeé para despejar las lágrimas.
- ¿brzzzglglg? –
La Mujer sonrió con esa sonrisa de
infinita paciencia que lucen las profesoras de Infantil cuando un nene tiene un
día particularmente espeso. Esa que parece decir “sé que puedes hacerlo mejor.
No me toques los cojones”.
- Quizá es que he entendido mal
–dijo la señorita Lucy –pero ¿no es cierto que, hace apenas unos instantes, uno
de ustedes ha expresado, de forma voluntaria, sin coacción ni fuerza alguna por
nuestra parte, en términos claros y concisos, una propuesta de intercambio
comercial que, por una afortunada casualidad, nos encontramos en condiciones de
poder atender?-.
Mientras yo me debatía
mentalmente con el nos de nos encontramos, Lucy miraba fijamente a
Papá Conejo. Mantenía la sonrisa, mientras mi pobre amigo con un tierno aspecto
desmochado y triste, buscaba consuelo en las burbujas de su cerveza. Tuve la
sensación de que acababa de perderme algo importante, pero no tenía ni idea de
qué.
Uno de los chicos, repetía en voz
baja el viejo mantra eres un hombre
casado, recuerda que eres un hombre casado. Se parecía bastante al mío: que no se entere Mariloli, que no se entere
Mariloli. ¿De qué coño no se tiene que enterar? me decía la única neurona
racional que había en mi cabeza, más sola y desvalida que un poli intentando
poner orden en una estampida de hinchas después de una Final.
-¿Música?-
-Música. Música de verdad. Mejor
que la que el mismo Dios podría soñar –contestó ella.
Aengus estaba poniendo una rara
versión de The Little Drummer Boy
interpretada por Curtis Fuller, que estaba fluyendo como creo yo que deben
sonar las voces de los arcángeles; pero no me dio la impresión de que
estuviesen hablando de eso exactamente.
-¿Se lo puede uno pensar?
–preguntó Papá Conejo.
-Estamos en condiciones de
mantener la oferta durante un periodo de 24 horas y, además, añadimos un
periodo de prueba de quince días. Si no queda completamente satisfecho,
rescindimos el contrato –dijo la sonrisa.
-Pero oye, Conejo, si tú ya
tienes móvil –dijo uno de los muchachos. Seis pintas pueden hacer que los
procesos mentales se vuelvan ligeramente pegajosos.
-Ha sido un placer, señor Conejo
–dijo la Mujer. –Contactaré con usted mañana sin falta –añadió mientras nos
dedicaba a cada uno una mirada dulce y hermosa. Todos tuvimos la sensación de
ser especiales. Tan dulce y hermosa que permanecimos en silencio, porque estoy
seguro de que nos habríamos liado a hostias si alguno hubiera dicho “me ha
mirado a mí, tíos”.
Yo aún estaba escuchando el
tintineo de la campanilla de la puerta cuando me di cuenta de que Aengus estaba
de pie junto a nuestra mesa con una nueva ronda de pintas en una bandeja. Que
yo pueda recordar, no hay antecedentes históricos de que Aengus haya abandonado
jamás su puesto tras la barra para servir una mesa. El tío incluso había traído
un plato con patatas fritas. Algo había pasado. Algo grave y yo no me había
enterado de qué.
-Oye, Conejo… –empezó a decir en
un tono confidencial. Dos palabras seguidas. Estaba claro: me encontraba
prisionero en un Universo Alternativo. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Que nos
invitara a las copas?
-…tu no…tu no vas a tomarte en
serio esa oferta ¿verdad? –terminó. Su voz sonaba como las olas arrastrando
guijarros en una playa rocosa. –He conocido gente, buenos amigos, grandes
personas, que han firmado contratos similares. No han quedado nada satisfechos.
Créeme, Conejo: lo sé.-.
Sin motivo aparente, de pronto me
vino a la cabeza la foto que Aengus tiene enmarcada en la pared, junto a la
barra. La dedicatoria dice: Para Aengus,
mi único amigo.
La firma Elvis Aaron Presley. 28 de
noviembre de 1982.
- ¿Es que te has cambiado de
compañía? –dijo el espeso.
- Pues yo tengo contrato con
Ponistar y, la verdad, estoy bastante contento –dijo otra lumbrera.
-Qué va. Mira, mi cuñado tenía
contrato con Gorraphone y le han clavado un pufo el mes pasado que no veas.
Está como loco intentando cambiarse y reclamando-.
-Todas son unas ladronas –terció
otro, aportando esta perla de sabiduría como si fuera un profeta bíblico
grabando verdades eternas en los cojones de un toro de bronce: el undécimo “Todas las corporaciones y gobiernos son unos
ladrones”.
Decididamente, la inteligencia es
un producto altamente volátil y si no se maneja con cuidado, desaparece antes
de que te des cuenta.
-Si es que usan tías tan buenas
con toda la intención. A mí un día me abordaron dos del “Grupo de Lectores” y
me encontré suscrito por tres años como por arte de magia. Todos los meses
tenía que comprarles un puto libro, coño. A una habría podido decirle que no,
pero a dos…Lo tienen todo estudiado –consiguió añadir otro listo antes de que
me diera tiempo a aplicarle una colleja que lo redujo al silencio.
-Pero –conseguí decir por fin
-¿qué coño ha pasado aquí exactamente?-.
-Nada, tíos –me contestó Papá
Conejo. –Me largo a casa, chavales. Feliz Navidad-.
Sobre la mesa, sin probarla,
abandonó su pinta de Guinness. Decididamente el Universo que yo había llegado a
conocer y a amar, se había desmoronado.
La pobre cerveza huérfana tenía
menos posibilidades de sobrevivir que una atolondrada y tierna cría de tortuga
emergiendo de la arena en medio de un grupo de gaviotas famélicas.
No sobrevivió.
Y así fue cómo nuestro gran
amigo, nuestro colega, Papá Conejo, partió solo al encuentro de su destino.
Maldita sea, sí.
Le abandonamos.
Pasé buena parte del día
siguiente atareado llevando a mi novia a las compras de última hora. Eso
significa que yo iba con ella por las calles llenas de lucecitas de colores,
escuchaba una y otra vez a Mariah Carey cantar algo sobre romperse la crisma,
entraba en tiendas que rebosaban carne femenina por todas partes y me quedaba
de plantón cerca de las cajas, haciendo cola y sujetando un creciente montón de
prendas de ropa en colores celeste, malva, gris perla y burdeos mientras ella
aparecía a intervalos irregulares para decirme cosas como “Cari, qué te parece
esta blusa, ¿combina con los pantalones salmón?” como si de verdad estuviese
interesada en mi opinión.
Más tarde, me puse mi mejor
camisa y los pantalones de vestir, me peiné y esperé cosa de cuarenta y cinco
minutos a que terminara de arreglarse para ir a casa de sus padres a cenar.
Cuando se vistió, rechazando alegremente todos mis intentos de despejar su piel
de cualquier molesta partícula de ropa a mordiscos; me hizo quitarme la camisa
y ponerme otra exactamente igual, pasó los dedos por las solapas de mi chaqueta
unas cien veces eliminando microscópicas imperfecciones, me dijo “qué guapo
estás cuando te cuidas” y salimos a casa de sus padres. Los cuales, por cierto,
me miran como uno mira a una nueva forma de vida mientras aún no sabe si es
venenosa o no.
Ni me acordé siquiera de Papá
Conejo.
En casa de sus padres, cuando en
el más absoluto de los silencios, escuchábamos al rey Felipe iniciar su primer,
fantástico y estupendoso discurso de Navidad tuve lo que probablemente sea la
única experiencia paranormal que he tenido y tendré en toda mi vida: vi
claramente, como por una grieta en la realidad, a mi amigo caminando en solitario
por un paisaje desolado, apocalíptico. Lo vi desde lejos, inconfundible, como
una figura marchita, oscura y triste que se perdía para siempre en dirección al
horizonte. Tras él, escondidas, apenas vistas, se agazapaban unas sombras
feroces que le acechaban como alimañas hambrientas.
Y de pronto, como si la
borrachera se me pasara de repente, lo supe todo.
-Cari –dije, ignorando la
pregunta y las interminables explicaciones que exigía su mirada muda –tengo que
salir un momento-.
Y corrí.
Al pie del árbol, en el aire
muerto y helado, Papá Conejo intentaba por todos los medios desentumecer los
dedos de los pies y de las manos. Su naricilla rosada bien podría estar en
Marte, para lo que le servía en este momento.
Pero no cabía la menor duda de
que ese era exactamente el momento:
las doce de la noche del 24 de diciembre, el reverso del año. Y también era
exactamente el lugar: un cruce de caminos, a la sombra del árbol de un
ahorcado, una noche sin luna. Y Papá Conejo supo que todo era cierto cuando en
el aire frío se filtró una pizca de calor, como el recuerdo de una playa, con
olor a salitre y mar.
Parpadeó, y Lucy Pheever estaba
allí, visible en la oscuridad como si una cálida luz nacarada iluminase su piel
perfecta desde dentro. La rodeaba la brisa que besa las playas de Hawai o de
Almería en las noches de agosto, cuando el aire está gritando ¿para qué
demonios quieres la ropa, imbécil?
Vestía un pareo semitransparente
en rojo fuego, sorprendentemente incapaz de tapar apenas nada y en su mano,
incongruente, un pequeño maletín negro, del que extrajo un fajo de papeles y
una estilográfica de oro blanco. Cuando sonrió, Papá Conejo tuvo como una
visión, un recuerdo de los focos que iluminan el logo de la 20th Century al
empezar las pelis.
- Entonces ¿está interesado en el
trato? –dijo ella. O susurró. O yo qué coño sé. No estaba allí, pero me estoy
acordando de su forma de hablar en el An
Chruit Corcaigh.
- Bueno –respondió Papá Conejo
–estaría interesado en hacer una prueba, a ver si es exactamente lo que yo
estoy buscando-.
-Pues me alegra poder comunicarle
que, tan sólo por haber solicitado la prueba, le ofrecemos a un obsequio dentro
de nuestra oferta de Bienvenida: el kit Musical Beginner de Hell Inc. que incluye
el instrumento eléctrico de su preferencia más un combo de amplificador y
altavoces de 100 watios de la marca Bosé –dijo la señorita Pheever –Oferta
sujeta a la disponibilidad de existencias. En caso de no estar disponible el
producto de la promoción se le proporcionará otro de similares características
y/o precio –añadió, a tal velocidad que, un poco más, y Papá Conejo habría
pensado que se trataba de un estornudo.
-Oh. Estupendo -.
-¿Qué instrumento le interesaría
probar? –dijo Lucy.
-Quisiera probar un Bajo
Eléctrico –respondió Conejo mientras sus ojillos relucían de puro placer.
-¿Un Bajo? ¡Excelente elección! ¡Se
ve que es usted una persona que quiere ir derecha al corazón, las vísceras y
las entrañas de la audiencia! ¡Un músico que sabe lo que quiere y que no se
deja atrapar por los fugaces espejismos de otros instrumentos que apenas rascan
la superficie del alma humana y cuyas notas se quedan atrapadas en la cera de
los oídos! –dijo Lucy al tiempo que abriendo un armario en la Realidad, sacaba
un estuche de cuero rígido con cierres cromados y, con no poco esfuerzo, la
caja oscura de un amplificador.
Papá Conejo abrió el estuche para
encontrarse con un Bajo fretless de seis cuerdas, lacado en negro, que habría
hecho palidecer de morbosos deseos a Jaco Pastorius, a John Paul Jones o al
mismísimo Richard Bona.
Va a ser difícil describir lo que
ocurrió a continuación, niños y niñas, porque tan pronto como Papá Conejo se
colgó el instrumento, enchufó la clavija y posó sus dedos sobre las cuerdas,
miró…
… y vio que era bueno.
Que cualquier cosa era posible.
Quiso tocar un blues y la noche
desapareció, mientras los animalillos campestres lloraban de melancolía en sus
madrigueras. Cambió a un rock, y las piedras se quejaron amargamente de que no
podían bailar desenfrenadas como era su deseo. Se perdió por senderos funkies
durante un rato y descendió por escaleras de puro jazz latino mientras los
astros detenían su curso e incluso echaban marcha atrás para no perderse una
nota.
Incluso el corazón ardiente que
dormía bajo los pechos perfectos de Lucy Pheever se dejó arrastrar por aquella
abrumadora mezcla de ritmo y desenfreno. Ni siquiera se dio cuenta de que
empezaba a mover las voluptuosas caderas y a seguir el compás con un pie.
-¡Guaau! –acertó a decir Papá
Conejo, de rodillas, tras terminar un tema especialmente brillante –esto
es…esto es… ¡¡la repera!!-.
-Toda la música que Dios no se
atrevió a imaginar –respondió Lucy Pheever, soñadora -¿y bien? ¿Qué le parece? ¿Llegamos a un
acuerdo?-.
-Quisiera hacer una prueba más,
un poco para ver cómo sueno –dijo Papá –He traído una cámara de vídeo digital.
Tiene un sonido muy bueno y… ¿le importaría grabarme mientras hago un par de
temas?-.
-En absoluto. Encantada-.
Bueno. Si me ha costado explicar
lo que pasó antes, ahora lo tendría mucho, pero mucho más complicado. Antes,
Papá Conejo apenas había calentado. Antes fueron los titubeos iniciales de un
músico que afina y se familiariza con un instrumento nuevo. Ahora estuvo sublime. Épico. Glorioso.
Titánico. Divino.
Fuentes bien informadas me han
comentado que el Apocalipsis, que estaba previsto para esa hora, se pospuso sine die por falta de asistentes: toda
la bendita corte celestial estaba mirando por encima del hombro, perpleja. Ángeles,
arcángeles, querubines, serafines y potencias estaban tomando buena nota,
decididos a incorporar un par de cosicas (¡¡Aleluya,
hermanos!!¿habeis oído ese riff?) en sus próximos cantos de alabanza a
Dios.
Por suerte no tengo que
contároslo. Está grabado. Podéis acceder a los vídeos en alta calidad en
Youtube, Tutubaste y Elutubó. (Iba por los diez millones de visitas la última
vez que miré)
Fue un puto milagro navideño,
coño.
Cuando se hizo el silencio, el
Universo pareció un poco más pequeño y más triste. Lucy Pheever reprimió a
duras penas el deseo de darle un rotulador y pedirle que le firmase en una teta
para tatuarla después. ¿Pero qué demon…diabl…qué narices me pasa?, se dijo.
-¿Y bien? –consiguió decir en
cambio -¿está satisfecho?-.
-Pues la verdad –respondió Papá
Conejo -es que…
…no-.
-¿Cómo que no? -.
-No me interprete mal –contestó
Papá –Mola un montonazo. Es la repera. La Madre de todas las Reperas. Pero no
me interesa-.
-Pero, pero, pero… ¿por qué?
–dijo Lucy. O lo susurró. O lo balbuceó. O yo qué cojones sé, el caso es que
tragaba mucha saliva y abría y cerraba la boca como un pez que de pronto se ha
dado cuenta de que el agua más próxima está en un grifo. En un edificio sin
ascensor. A dos kilómetros de distancia.
-Porque me he dado cuenta de que
en la Música, lo que cuenta es el camino. No la meta. Cuenta cada paso que das
cada día. Cada cosa que aprendes. Cada pequeño detalle que perfeccionas. Cada
punto que obtienes de las personas con las que aprendes y en las que te apoyas
para tocar. O para escuchar. Me he dado cuenta de que aprendiendo música, haces
crecer esa parte de tu mente que algunos llaman alma. Me he dado cuenta de, si
me ahorrase el camino, si me saltase esa paciente disciplina, si de pronto
obtuviera esa perfecta plenitud gratis, sin esfuerzo, no tendría ningún valor.
Tendría que morirme con el alma a medio hacer. Y eso no sería una cosa buena-.
-Eso es algo que usted sabe muy
bien, señorita Pheever. No debería usted aprovecharse de la estupidez humana.
Por más que nos empeñemos en que lo haga. No es una cosa malvada: es una cosa
mezquina, triste y patética. Indigna de usted, si me lo permite-.
-Al fin y al cabo, usted no tiene
ningún problema con nosotros, la gente. Somos pequeños y débiles y usted es
radiante, espléndida y poderosa. Por favor…protéjanos-.
La señorita Pheever miró al
pequeño conejo durante un largo minuto.
Pensó en decirle “pues tú te lo
pierdes, chaval” para desaparecer en medio de una gloriosa llamarada, dejando a
aquel enano moralista con tres pares de narices (literalmente) y un poco de
cáncer de testículos para que aprendiese.
Luego pensó en que, a lo mejor,
era verdad que estaba ya cansada de tanta engañifa, de tanta mezquina
triquiñuela nivel “empresa de telefonía”, cutre, totalmente indigna de quien,
en sus tiempos fue un glorioso ángel triunfante, casi igual al mismo Dios en
luz y majestad.
Cansada.
Aburrida.
Mucho más que harta.
Era Navidad.
Seguramente en alguna parte de
las Alturas estarían de fiesta, por el cumpleaños y eso. Todo el mundo estaría
de buen humor, buen rollo, Paz y Amor y toda esa mierda. Igual era un buen
momento para concertar una entrevista y tratar de llegar a un entendimiento. Seguramente
aún no habían encontrado a nadie capaz de sustituirla en su antiguo puesto.
-Pues…nada entonces, señor Conejo
–dijo al fin. Había una luz brillando extraña en sus ojos indescriptibles. –me alegra
que no hayamos llegado a un acuerdo.
Tomaré nota de sus recomendaciones. En fin… espero que nos volvamos a ver-.
-Oh, no, no. Puede quedarse usted
con el Bajo. Es el obsequio promocional por haber pedido la prueba y será para
mí todo un placer que lo conserve y le acompañe en ese camino suyo. Aunque, si
me lo permite, me gustaría dedicárselo –dijo Lucy.
En la lustrosa superficie negra
del bajo apareció de pronto la huella de unos labios. Relucían como ascuas.
Luego se inclinó, le dio un
rápido beso en la boca (eresunconejocasado,
eresunconejocasado, eresunconejocasado…), abrió una puerta en ninguna parte,
saludó y se marchó.
El aire helado de la noche
regresó con hambre atrasada. Papá Conejo, solo en el cruce de caminos, se colgó
a la espalda el estuche del Bajo y contempló dudoso la enorme mole del
amplificador.
Menos mal que en ese preciso
instante, corriendo por el camino, llegué yo.
Para qué coño están los amigos.
Feliz Navidad, niños y niñas.
Feliz Navidad.
PDT: -¡¡Maacho, lo tengo todo
grabado!!¡¡Vamos a colgarlo en internet pero ya!! –me gritó.
Podéis descargaros el cuento en pdf si pulsáis AQUÍ.
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