El porqué de que las cosas sean como son...

Hola a todos, amiguitos y amiguitas. 

Estos días atrás, mientras conducía (en ese estado de trance similar al zen en el que los kilómetros desaparecen y tanto el tiempo como la misma realidad se disuelven en una nada ausente) reflexionaba sobre los misterios de la condición humana (eso nos pasa a los que no nos gusta el fútbol. Si nos gustara, las cosas serían acaso más fáciles y nos quebraríamos los cascos con menos majaderías). 

Pensaba en lo sencillas que serían las cosas si nos contentáramos con vivir nuestras vidas, sin inmiscuirnos en los asuntos y pensamientos de los demás (particularmente cuando los demás no nos han pedido que lo hagamos). 

Pensaba en lo sencilla que sería la vida si no tratáramos de competir los unos con los otros. Pensaba en lo fácil que sería nuestro paso por este mundo si tuviéramos la inteligencia suficiente como para distinguir lo esencial (que es invisible a los ojos, como diría aquel otro) de lo superfluo, y lo importante de lo banal; si fuésemos capaces de reflexionar un instante antes de actuar. 
Concluía la meditación con la idea de que realmente está en nuestras manos (en las tuyas, y en las tuyas, y también en las tuyas, amiguito o amiguita lector o lectora (táchese lo que no proceda)) hacer de este planeta un lugar mejor. Es una cuestión de actitud personal; de que cada uno de nosotros decidamos simplemente que deseamos vivir así y, sin más, lo hagamos...

Había llegado a esta conclusión cuando de pronto apareció aquel babuino con un BMW plateado que colocó arrogantemente a quince centímetros de mi parachoques trasero, con la obvia intención de darme una pasada apabullante en cuanto tuviera la oportunidad. De modo que, para darle una lección de humildad, puse mi coche a 170 km/h y observé con satisfacción como el androide y su ostentoso carro disminuían de tamaño en mi retrovisor. 
Pero claro, aquel anormal no podía entender que está mal, que es éticamente reprobable, que no se debe avasallar a los demás, por lo que pronto volvió a la carga y de nuevo se colocó cerca, tan cerca de mí que podía ver sus ojillos porcinos inyectados en sangre mirándome desde detrás del costoso parabrisas tintado de su vehículo. 
Contraataqué entrando en la curva sin tocar el freno y me lancé en tromba hacia el camión cisterna que circulaba (para fastidiar, siempre para fastidiar...) algunos metros por delante de mí. 
El chimpancé me imitó y cruzamos el semáforo en rojo como dos cohetes rugientes ante las mismas narices de los estupefactos números de la Guardia Civil que estaban allí de caza. 
Había que actuar y pronto. 
Contando los segundos, deslicé mi coche en una brillante maniobra de adelantamiento en los trece metros que me separaban del turismo que venía de frente y pasé al camión cisterna sin pisar apenas la línea continua que prohibía el adelantamiento en la travesía que cruzaba el pueblo y esquivando hábilmente a los molestos ancianos que cruzaban el paso de cebra. 
Todos aquellos subhumanos hicieron sonar sus cláxones en protesta (pero...¿qué sabrían ellos de lo que es el Arte de la Conducción?),  mas yo continué como una centella, aprovechando para coger distancia antes de que el mongoloide del BMW se repusiera de la sorpresa y pudiera adelantar. 

Empleando estratégicamente las curvas, me deslicé fuera de la carretera por un camino lateral y detuve el coche, triunfante. Unos minutos más tarde pasaron todos, camión, orangután y Guardia Civil, enfrascados en una loca persecución. Después, mientras arrojaba en el  seco rastrojo, junto al bosque, la colilla humeante de mi veguero, recuerdo que pensé: “¿Cómo es posible que exista gente así?”.

Pues eso.










(Adaptado de la revista "Again with the Blues". Mayo del año 2000)






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