El regreso del Cuento de Navidad. 2015



(Luces de Navidad. 2015. Ilustración del autor)
Hola de nuevo a todos, a todas y a los que queden por ahí dispersos sin ganas de decantarse por etiquetas:
 

Una vez más, amiguitos, amiguitas y amistades en general, criaturillas pensantes (y por ello peligrosas), damos comienzo a nuestra propia y personal campaña de navidad.
 
Nos llena de orgullo y satisfacción poder ofreceros, un año más, nuestro ya tradicional cuento navideño (ya ni sé los años que hace, lo cual, a la par que alarmante, me parece entrañable).
  
Normalmente suelo explicar el tema para los nuevos, pero este año seré breve:
 
Es un cuento.
De Navidad.
Lo escribo yo porque me da la gana y quiero que sonrías.
Para ti.
Disfrútalo.
 
¿Está claro?
 
 
Podéis acceder al cuento si pulsáis AQUÍ
 
Y, si os quedan ganas de volver a leer los cuentos de años anteriores, podéis probar a curiosear por AQUÍ
 
Poneos cómodos, arrimaos a algo (mejor alguien) calentito y pasadlo bien.
 
Aquí tenéis un adelanto....

ERIZO (viejo y tradicional cuento de Navidad)

Por Juan Jesús Amo Ochoa.

Para Aurora.

 Lo primero es aclarar las cosas: Somos amigos desde hace mucho tiempo que quede claro. Es un tío de lo más estupendo que te puedas encontrar. Más que un amigo, un hermano. Pero, en ocasiones, Papá Conejo es muy, pero que muy bobo. Más que bobo: un gilipollas del quince en una escala de diez.

Una vez más, todo comenzó en el An Chruit Corcaigh.[1] Como sé que a estas alturas muchos de vosotros y vosotras sabéis de qué hablo, lo dejaré estar. Los interesados, curiosones, golismeros y bacines, pueden imitar a Jacob Marley, y ponerse a leer las historias de las navidades pasadas.

No recuerdo la fecha. Diciembre probablemente, que es cuando más apetece estar encerrado en un lugar cálido y agradable, con tu pinta de Guinness y ningún asunto molesto en el horizonte de las próximas, pongamos, dos horas.  Uno de esos días sosos y helados de Albacete cuando las seis de la tarde parecen las tres de la madrugada y las lucecitas, las estrellas y las melodías corales que adornan las calles sólo hacen que te des cuenta de lo vacía que está tu cartera.

Habíamos colocado delante de nosotros las pintas que Aengus[2], en su infinita clemencia, había tenido a bien otorgarnos y suspirábamos en silencio con los bigotes cubiertos de espuma. Incluso Mildred, la señorita Muerte[3] (en su versión con carne) miraba en torno suyo con un cierto aire abatido. En los últimos meses, había cogido la costumbre de sentarse un día sí y otro también con nosotros a conversar un rato, trasegando una pinta tras otra hasta que empezaba a tambalearse un poco y a arrastrar las palabras un pelín. Es una chiquilla bastante divertida, pero confieso que, aunque está bien buena y mola que su muslo te roce, resulta un poco inquietante estar sentado a su lado viéndola echar miraditas de reojo a ese Smartphone suyo que tiene el tamaño de un puto ataúd. Especialmente cuando has podido observar que, a veces, tras sonar un zumbidito la pobre coge su guadaña y se levanta diciendo “disculpadme un momento, chicos” como quien tiene que ir al baño, para regresar al cabo de unos minutos; y quizá, sólo quizá, al volver se le ha olvidado ponerse otra vez la cara.

-Oye, Mildred, por favor, ¿podrías…?-.

-Oy, sí. Perdonad –responde. Y los puñeteros huesos fosforitos se cubren con una cara que a mí me recuerda bastante a la de Marilyn Monroe, por lo dulce, tierna e indefensa que llega a parecer.

Esas tardes que pasa con nosotros no suelo poner después el telediario.

He decidido que que pa qué.                                                   

Bueno. El caso es que allí estábamos sin ganas de hacer nada especial fuera de sorber nuestro néctar como abejas atareadas. A estas alturas, Papá Conejo, inquieto, empieza a remover su culito blanco en el asiento y al rato, nos ponemos a tocar o a hacer cualquier otra cosa, hablar, calcular trayectorias balísticas o conjugar verbos frasales. Pero aquel día todo dormitaba como un perro satisfecho. Uno que sea muy grande, peludo y que esté muy, muy contento con la nariz en el culo, enroscado en un rincón cómodo. En alguna parte Curtis Fuller hacía sonar su Five Spots After Dark, cortesía del exquisito gusto musical de Aengus. Si existe el Cielo, no creo que sea muy distinto de eso.

Pero al igual que las moscas, los petardos existen para recordarnos que esto no es el Cielo, que somos mortales y que la perfección es la punta de una aguja fina donde es muy difícil que nada permanezca en equilibrio mucho tiempo. Y el petardo entró por la puerta rompiendo a la vez el silencio, la tranquilidad y el momento.

-¡¡Eeeeh, tíos, mirad lo que he conseguido!! –bramó.

-Vete a la mierda –dijo Gruñón. (Se me ocurre que cada panda de amigos del mundo es una versión de los siete enanitos: hay un Gruñón, un Listo, un Simplón –si preguntáis os dirán que ese soy yo-, un Salido y un Petardo. Y permitimos vivir al petardo porque en el fondo nos encantan las gilipolleces que hace, aunque eso en ocasiones signifique tener que evitar que el gruñón de otro grupo le reviente las narices a guantazos por inoportuno)

-No, en serio, mirad esto –insistió Petardín, al tiempo que dejaba sobre la mesa un objeto extraño, algo así como un cubo de Rubik sólo que de bronce y con unos complicados jeroglíficos grabados alrededor.

-¿Y qué coño es eso? –preguntó Simplón (perdón, pregunté).

-Diez pavos -para Petardín, el precio de las cosas es muy importante, especialmente si cree que valen mucho y ha pagado poco. –Se lo he comprado a un viejo esta mañana en el Rastro -.

Un inciso: eso significa que era domingo, ya que los domingos, en la difunta Plaza Mayor de Albacete, se ubican las mesas y tenderetes de un montón de seres de aspecto humanoide que ofrecen a la venta…cosas. Pueden ser planchas, monedas, cascos del ejército ruso, postales antiguas, trozos de teléfonos o piezas de maquinaria sin identificar. Pueden ser discos de las Grecas, libros releídos, cornetas de banda abolladas o sellos. Las ponen ahí, domingo tras domingo, insensibles al desaliento, llueva, truene o haga sol. Nunca he visto a nadie comprarles nada, así que no soy capaz de imaginar de qué cuernos viven…pero me hacen preguntarme qué tipo de seres son en realidad. ¿De dónde saca uno, cual Obelix, torres de cascos del ejército ruso para ponerlos sobre una mesa plegable los domingos? ¿Qué ha pasado con el resto de todos esos soldados? ¿A qué oscura morada regresan esos seres cuando recogen sus mantas y sus extraños tesoros?...

Ahora venía Petardín a destruirme el mito de que nadie compraba nada y a recordarnos a todos, amiguitos y amiguitas lectores, que la historia que cuento sucedió un domingo de diciembre, dos días antes de Navidades…

-Ya, pero ¿qué es? –insistió Simplón, que puede ser muy pesado (Bueno. Vale. Puedo).

-El viejo me ha dicho que es un pisapapeles art-decó –recitó Petardín –una autentica obra de arte de principios del siglo pasado-.

-Ya. Por diez pavos… –contestó el Listo.

-A mí me parece una… Caja de Lemarchand –apuntó Mildred, la Señorita Muerte.

Y sí, …lo dijo en ese mismo tono que se emplea para decir “no visitéis la Mansión de la colina”, “no vayáis por el camino del Pantano” o “jamás, jamás les deis de comer después de la medianoche”.

–Y antes de que breguntes –dijo mirándome a los ojos y arrastrando un poco las palabras –diré que, en sus persiones…ooops…versiones más benignas, una caja de Lemarchand es un disbositivo que puede abrir pordales hacia universos alternativos-.

-¿Y en sus versiones menos benignas? –fui a preguntar yo, claro; pero en ese momento Papá Conejo se abalanzó sobre la caja diciendo las palabras que, desde que el mundo es mundo han justificado todas las conquistas, todas las colonizaciones, todas las guerras, toda la explotación y el mismísimo concepto de propiedad privada:

-¡¡¡PRÍMER!!!¡¡¡MELOPIIIDO!!! –

Afanoso cogió la caja, apretó por aquí, giró por allá y de pronto algo hizo ba-dum-pchisss y fue como si le empujaran hacia lo lejos, muy lejos, muy lejos, pero sin moverse del sitio.

Papá Conejo había desaparecido.

Lo dicho: lo quiero mucho, pero es gilipollas.




[1] “El ancla de Corck”. Pese a los rumores, este pub sí que existe. Tengo fotos. Y el hecho de que exista simultáneamente en dos lugares distintos situados a más de mil kilómetros de distancia no debería suponer un inconveniente para que lo creáis. Si queréis conocer más sobre el mismo, tendréis que leer los anteriores cuentos de navidad. Lo siento (N. del A.)
 
[2] Aengus es el camarero. Nadie sabe desde cuándo. Para más información, os recomiendo la biografía apócrifa “Aengus, el hombre tras las cejas” que alguien escribió en los lavabos del An Chruit y que, que yo sepa, aún no ha sido borrada de la pared. (N. del A.)
 
[3] Mildred, la señorita Muerte, es una muy buena amiga de Papá Conejo. Todos nosotros, si esperamos lo suficiente, tendremos información sobrada sobre ella.

Si queréis seguir leyendo más...tendréis que pulsar AQUÍ


Y, mientras tanto, con mis mejores deseos:

¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!

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