La singular historia del enano más grande del mundo.
Al poco de su nacimiento, sus padres (83 cm. él y 79
cm. ella) pudieron darse cuenta de que su tierno hijito corría el riesgo de
convertirse en alguien muy singular. El niño medía cerca de los dos metros de
altura y ostentaba un rubísimo e hirsuto bigote, aunque aún no tenía sus
dientecillos.

-Marido -respondía su mujer -Si no estuviese totalmente segura de
mi fidelidad hacia tu persona, incluso yo misma podría creer que he cometido
adulterio con algún repartidor de envases de gases licuados del petroleo de
dimensiones tan particulares como escandalosas -(ella se dedicaba a vender
verduras en un puesto del mercado de la ciudad de Praga)
-El repartidor, no los
envases -se apresuró a aclarar.
Mientras tanto, Leví, ajeno a la perplejidad de los autores de sus días, sacudía sus
manecitas (de puños grandes como calabazas) y sus piececitos en la cuna,
mientras rellenaba pañal tras pañal con kilos del paté perfumado que resulta de
la digestión de los alimentos ingeridos el día anterior.
Pronto, el diminuto
apartamento amueblado que ocupaban se vio desbordado por la gigantesca anatomía
del enanito.
Por suerte, el clima jamaicano es famoso por su benevolencia y la
familia pudo trasladarse a una choza de hojas de palmera, junto a la catedral de la ciudad.
Allí, la atención del
público y ciudadanos de Praga fue pronto atraída por los alaridos nocturnos que
el monstruoso enano profería en sus vigilias (preferentemente, entre las tres y
media y las cinco y cuarto de la madrugada).
Los llantos del bebé estremecían
los corazones de las madres, inflaban las narices -y alguna otra parte
hinchable de sus anatomías- de los padres y hacían vibrar las vidrieras y
sillares de la Catedral, con severo peligro de graves e irreparables daños en
sus artísticos e invalorables tesoros.
Fruto de esta solícita atención fue la
decisión de trasladarse de nuevo a vivir al campo -decisión tomada por el
Consejo Municipal en pleno, con el entusiástico apoyo de sacerdotes, seglares y una turba con antorchas y horcas-.
No fue fácil encontrar
una cueva adecuada para albergar a nuestro enano y sus padres (hubo que
desalojar a gorrazos a un gigante diminuto y a su familia de gigantes normales
para dar cobijo a nuestro héroe).
Tampoco fue fácil encontrar una canguro que
permitiese al papá volver a conducir su monstruoso camión por las autopistas
del reino y a mamá volver a pregonar a voz en cuello la excelencia de sus
nabos, remolachas y coliflores.
¿La razón?...

Todas ellas fueron
sistemáticamente descubiertas a horcajadas sobre la cunita del bebé -que tenía,
a la sazón, más o menos las dimensiones de una limousine (la cunita, no el
bebé, claro está)-, completamente desnudas y ladrando desaforadamente.
Pese a
su natural enfado, hasta su propia madre se veía afectada de aquella extraña
fiebre concupiscente.
-Marido -exclamaba en un ronco susurro entrecortado
mientras procedía al cambio de pañales -¿en qué profundo rincón de la
herencia genética de tu familia o la mía se escondían semejantes maravillas?-.
-Mujer -respondía el
atribulado y avergonzado padre -todos los expertos mundiales sobre el tema
coinciden en que lo realmente importante es la calidad y no la cantidad-.
-Marido mío -objetaba
la sudorosa mujer -sin duda todos esos expertos que citas darían ambos brazos
y posiblemente un ojo por tener entre sus piernas apenas la mitad de Esa
Gracia que adorna a nuestro bebé-.
Al llegar a este
punto, inevitablemente, el padre guardaba un hosco silencio, refunfuñando
inaudibles quejas acerca de incapacidades mentales y no se sabe qué cosas sobre
hembras todas idénticas.
Tal estado de tensión
doméstica sólo podía tener un final:
Acosados por las
deudas, con su vida marital destruida por los celos, el deseo incestuoso y la
abstinencia, el matrimonio Adarunostia decidió que necesitaban la ayuda de un
terapeuta.
De esta forma, a los celos, el deseo
incestuoso, la abstinencia, las deudas y las dificultades laborales se unió
ahora un nuevo problema: la adicción de ambos cónyuges a los antidepresivos.
No obstante ya es hora
de que nos olvidemos de sus patéticos, drogadictos y sexualmente frustrados
padres y centremos de nuevo nuestra atención en el protagonista de nuestra
historia.
El pequeño Leví Adarunostia no tardó en sentir los efectos del abandono al que
lo sometían sus irresponsables y ya -por qué no decirlo- francamente degenerados
progenitores:
Los biberones (del tamaño de bombonas de butano) no llegaban con
la estricta regularidad que él había impuesto a grito pelado.
El paté se
acumulaba en los pañales (grandes como edredones nórdicos de cama de
matrimonio) no cambiados y fluía en mefíticas chorretadas por la cuna (que
seguía teniendo el tamaño de una limousine, pues no había pasado tanto tiempo),
impregnando paredes y suelos con manchas parduscas, indelebles, burbujeantes e
intensamente aromáticas.
Leví apenas tenía seis meses de edad, pero tenía
muy claro que semejante estado de cosas no podía, bajo ningún concepto, ser
admisible. Aunque era un enanito, tomó una decisión clara, firme e irrevocable:
si sus padres no asumían sus obligaciones como era debido, él personalmente
encontraría otros padres responsables para hacerlo.
...
Este fue el comienzo
de una era de terror en la región.
Los accesos a Praga se hicieron inseguros, y
los viajeros, temerosos, permanecían asustados en la seguridad de sus hogares
junto al fuego. El comercio languideció y toda la vida de la ciudad parpadeó
con él como la llama de una vela pronta a extinguirse.
Porque
cualquier imprudente, desesperado, temerario o loco que osara caminar por las
cercanías de cierta cueva podía tener que enfrentarse a un destino peor que la
muerte.
Muchos hombres y mujeres fuertes, aguerridos y valerosos desaparecieron
para ser hallados, años después, convertidos en piltrafas, en andrajosas
sombras, en jirones temblorosos en los que apenas se discernían vestigios de su
pasada condición humana.
Un enano cabezón de cerca de tres metros de altura
-contaban entre alaridos los que aún mantenían un resquicio de cordura- había
surgido en sus caminos y los había arrastrado a su guarida. Allí, prisioneros
en la enorme cueva, se habían visto obligados, día tras día, noche tras noche,
a preparar biberones monstruosos y platos de papilla del tamaño de barreños.
Sin piedad, sin descanso, habían sido forzados a quitar pañales infectos de
dimensiones demenciales y, con esponjitas suaves y naturales grandes como
ruedas de camión, a limpiar un traserillo suave, dulce y extenso como una mesa,
cubriéndolo de besitos y de cremitas hidratantes extraídas de camiones
cisterna.
Hasta la agonía y la locura habían tenido que desinfectar y
esterilizar chupetes que bien podrían servir de punching-ball a Wladimir Klitschko,
contar cuentecillos interminables y cantar nanas y arrullos letárgicos para
inducir al sueño a la descomunal criatura, sosteniéndola en brazos y paseando
arriba y abajo por la caverna (puesto que, si se sentaban, el bebé despertaba
inmediatamente profiriendo homéricos bramidos capaces de hundir la montaña o de
despertar a los mismos dioses).
Cuando por fin podían, agotados, sumirse en el
olvido del sueño (tras haber lavado y planchado los canesús, los monos, los
pololos, las blusitas, los patucos del Ser, con cada uno de los cuales se podía
uniformar un pelotón) eran arrancados de los brazos consoladores de Morfeo por
los inquietos gemiditos proferidos en sueños por el bebé (gemiditos que, en la
oscuridad de la caverna, resonaban como sirenas de petrolero en noche de niebla
ártica).
Héroes solitarios al
principio, batallones armados posteriormente y ejércitos de nodrizas al final,
fueron sacrificados en oleadas por el Consistorio Municipal de Praga para
tratar de detener a la Bestezuela, sin resultado alguno. Finalmente,
desesperados, los prebostes de la ciudad consintieron por fin en llamar a un especialista.
Y, por increíble que
pueda parecer, encontraron a ese héroe anónimo y desconocido, el mundialmente
famoso y legendario psicólogo profesor Chuan-Che Tzú (ejem, ejem...)
Solo hubo que conectar
el botón “ON” y la era de horror desencadenada por Leví Adarunostia llegó súbitamente
a su final.
...
La leyenda cuenta que
fue visto por última vez mirando abstraído una (tal vez la cuadragésimonona)
reposición de la serie “Los Simpson”, aunque hay quien dice que era "Aquí no hay quien viva".
Junto a él, rugía incesante el tráfico
comercial que, por la nueva autovía del bosque, llenaba de vida a la ciudad de
Praga.
Jamaica estaba, al fin, salvada.
Pues
nada, amiguitos, deseando que hayáis disfrutado plenamente de este verídico relato y
demás, nos despedimos de vosotros hasta nuestra próxima entrada, en el cual, haciendo
gala de nuestra proverbial impertinencia os ofreceremos de todo: desde la
esperada receta para una golosa ensalada de nabos hasta la entrevista con la
famosa actriz Michelle Innhes, protagonista de películas tan recordadas como “La
casa de Bernarda Alba al desnudo”, “Romeo y Julieta sin sus padres”, “Memorias
de África Fox”, "Medea el bullarengue", o la archifamosa “Sola en casa IV”.
Además os brindaremos el espeluznante reportaje “Por qué conservé
mis discos vírgenes hasta el matrimonio”. y el horripilante testimonio de un arrepentido "yo he desayunado cereales para rendir más en mi trabajo".
Recordad:
no olvidéis supervitaminaros y mineralizaros y que la fuerza os acompañe.
Pues
eso.
(Adaptado de la revista "Again with the Blues". Enero de 2001)
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