Viajes y experiencias II. El Camino Portugués.

 Es el año 2014

3 de julio. Primer día.

Albacete – Madrid – Oporto.

 

Me levanto temprano: voy a coger un AVE a Madrid que sale a las siete de la mañana. Calculo que tengo una hora entre la llegada -prevista a las nueve menos cuarto- y la salida del autobús que me llevará hasta Oporto.

 

Naturalmente, el tren sale con retraso, a las siete y veinte, lo que me quita tiempo para llegar desde Atocha a la Estación Sur de autobuses de Madrid (más o menos, calculo, una media hora a pie con la mochila)

 

Llueve en Madrid, a mi llegada, pero cumplo mi previsión. Caminando llego a tiempo a la estación de autobuses (a pesar de las obras en la estación, etc…)

 

El autobús está vacío. Aprovecho para acomodarme al fondo, listo para las nueve horas de viaje que tengo por delante.

 

Al principio del viaje, el tiempo pasa deprisa. 

Cuando quiero darme cuenta estamos llegando a Salamanca donde sube un nuevo grupo de pasajeros.

Se sientan cerca de mí cuatro estudiantes recién acabada su selectividad. Se han premiado con una escapada a Oporto. Se las ve alegres, ilusionadas, felices… 

…tras siete horas de viaje las hubiera asesinado ¡¡no hubo un momento en el que se callaran, por el Cielo!!

 

El autobús hace parada en Ciudad Rodrigo, en la frontera, en Guarda, en Viseo, en Aveiro, en otro lugar desconocido -se me ha olvidado el nombre, ¿cómo es posible? Era algo así como Amehduña la Veiha- en el que un policía de paisano nos vuelve a solicitar la documentación.

 

Y por fin llegamos a Oporto. 

Cojo los trastos, mi plano mental, me pongo a andar y … me pierdo. 


En vez de un paseo de media hora hasta el hotel, estoy como dos horas deambulando por el lugar, descubriendo rincones como el Palacio de Cristal o el Campus de la Universidad y calles, calles y calles, hasta que al final voy a parar a la Torre de los Clérigos. Desde allí, llegar a Batalha es fácil y me acuerdo del recorrido por un viaje anterior con Aurora y nuestras hijas.

 

Llego al Hotel B&B (creo que han subido un poco los precios, pero no importa)

Ducha y a cenar en el Java. 

Por fin me acuerdo -porque las veo- del nombre de las Francesinhas. Llevaba todo el día con el nombre de esa especialidad en la punta de la lengua, como un picor en el fondo del cerebro.


Hace fresco de pronto. Todo está, como la vez anterior, lleno de gente durmiendo por las esquinas y pidiéndote cigarros. Todo el mundo me entiende al hablar y yo ya no sé ni en qué idioma estoy hablando.

Ando despistado con el cambio de hora, así que, al rato me voy a dormir: el madrugón y el viaje me pasan factura.

 

4 de julio.

Oporto -Vairão

 

Son las siete y cinco de la mañana cuando me levanto. Me ducho. Arreglo la mochila y dejo la habitación para desayunar café y tostadas con mantequilla en El Lobito.

Más tarde, bajo por Sta. Catarina buscando el cuartel de los Bombeiros Voluntarios. Tienen un albergue para peregrinos y quiero ver si, para empezar, me sellan la credencial, para así dar comienzo oficialmente al Camino.

Con amabilidad y cariño lo hacen, mientras yo alucino viendo el cuartel y el Chevrolet de bomberos del año catapún que tienen allí, casi en exposición.


Quiero saltarme el casco urbano de Oporto, de manera que cojo el Metro, línea C dirección Ismai y me bajo en Custina. El metro a esas horas es muy tranquilo, pausado. Se entiende y se maneja con facilidad.

Nada más salir de la estación, encuentro la primera de las flechas amarillas. Es como un super juego. No me imaginaba que fuera a divertirme.

 

Oficialmente, estoy caminando y soy un peregrino. Mejor con mayúscula: Peregrino.

 


El paseo es muy bueno. Nublado y fresco al principio. 

Camino en solitario por calles vacías, por carreteras estrechas encerradas entre muros que asustan un poco (los coches pasan muy, muy cerca), por tramos empedrados a la antigua que destrozan los pies.

 

Pero es increíble.

 

La gente te desea “bom viage” y te sonríe. Me emociono.

Unas horas más tarde termino la etapa en el Monasterio de Vairão. 


Estoy solo. 

Puedo escoger habitación y cama mientras los encargados del albergue, un señor bajito y su esposa me cuentan, muy contentos, un montón de cosas de las que apenas logro entender la mitad. 

Voy a ducharme, a pasar el momento de calor mientras pienso qué hacer después.


He estado un rato en la calle, dibujando el monasterio y viendo a la gente del lugar limpiando y arreglando el cementerio. Luego he venido a un snack-bar a tomar algo, aunque es pronto. Tienen puesto en la televisión O preço certo; pero la vista por la ventana es muy hermosa. Me atiende un señor anciano y muy amable que me asusta varias veces al aparecer de pronto a mi lado, preguntándome si deseo algo o si está todo bien o si necesito wifi.

El lugar se llama D. Miguel.




Más tarde, después de pasear, curiosear, disfrutar, he vuelto al Monasterio. Se encienden luces lejanas y estallan fuegos artificiales a lo lejos. Leo. Me duermo. Tengo todo el monasterio para mi solo. 
La sensación es indescriptible. 
Enorme.

 



5 de julio

Vairão-Barcelinhos

 

He salido del monasterio muy temprano. 

Me levanté, miré por la ventana. Me volví a duchar. Preparé mis cosas. Sobre las siete y media o así, he empezado a caminar de nuevo, contento, emocionado, absolutamente en paz. Me pararía todo el rato a hacer fotos, o a dibujar. Tampoco puedo contar aquí todo lo que me pasa por la cabeza. 

He caminado cantando, silbando, en silencio.

He dicho bom día  a todo el mundo y me he emocionado cuando me han contestado bom viage.

 

Sobre las diez de la mañana he parado a desayunar: café, pan con mantequilla, una botella de agua por un euro. Al salir del bar (un sitio inverosímil en mitad de ninguna parte) me he encontrado caminando veinte metros por detrás del primer peregrino con el que coincido: una señora altísima, un poco desgarbada. 

Hemos caminado así, en silencio, durante un par de horas y, de pronto, en un recodo, me ha esperado para ponerse a hablar conmigo en inglés. 


Es de Australia. Se llama Kerry. Coincidimos en la edad y la fecha de nuestro cumpleaños. Llegó al monasterio muy tarde y ha salido algo después que yo. 

Me cuenta que ha hecho el Camino Francés completo. Y que, como le sobraban días de vacaciones, ha cogido un bus hasta Oporto y se ha puesto a caminar con ánimo de superar los mil kilómetros de caminata. 


Alucino.

 

En San Pedro de Rates, en una bifurcación que permite dirigirse hacia el Camino de la Costa, nos hemos separado.

Sigo caminando a mi ritmo tranquilo. La verdad es que el tiempo ha dejado de importar. ¿Voy deprisa? ¿Voy despacio? No tiene importancia ninguna. 


Más tarde, mientras estoy sentado comiéndome unas frutas que he comprado en un pueblo, Kerry me alcanza de nuevo. Nos saludamos y sigue adelante. 

Yo termino mi descanso al cabo de un rato. 

Camino.


Bosques, puentes románicos, caminos adoquinados que hacen que los pies duelan.

 

Paro en un bar, porque empieza a hacer calor. Me encuentro otra vez a Kerry con un grupo de tres chicas noruegas, también peregrinas. Me tomo un refresco de naranja. 

El dueño, super amable, super agradable, nos hace firmar en un Libro de Recuerdos. Se empeña en hacernos posar todos juntos para una foto. 

Le pregunto porqué y me contesta:

-Historia-.

Quizá algún día -aclara, muy serio- a alguien le puede interesar estudiar ese registro de saludos, dedicatorias y frases de gente de más de cien países.


Terminamos los saludos, los buenos deseos y sigo caminando. 

Tengo intención de llegar a Barcelos, pero el calor aprieta mucho (y eso que antes llovía). Mi espalda se empieza a quejar un poco.

Al cruzar un bosque, de pronto, un pajarillo gris de cabeza oscura hace para mí la pantomima de: mira, estoy herido, tengo un ala rota, no puedo volar, soy una presa fácil… Cuando me tiene lo bastante lejos de su nido, sana milagrosamente y desaparece en el cielo. 

Me da la risa. Soy feliz.

 


Llego a Barcelinhos (está justo al lado de Barcelos, pero sin cruzar el puente). Mientras busco alojamiento, coincido otra vez con Kerry que ha encontrado, dice, demasiado ruidoso el albergue de Barcelos. 
Juntos localizamos el albergue local, contacto con  quien tiene que abrirnos y nos registramos.

 

Ducha. Descanso. Qué sencillo es todo. 

 

El albergue de Barcelinhos es nuevo (lo inauguraron el 14 de junio, por lo que leo) y casi lujoso. 

Refrescado, me voy a cenar. Me recomiendan el restaurante del cuartel de bombeiros donde, al parecer, se cena muy bien, por cinco euros.


 Allí, vuelvo a encontrarme con Kerry. Hablamos un rato mientras cenamos. El camarero bombero nos hace fotos y también nos hace firmar en otro libro de Recuerdos. Se me hace tan raro que me río un montón. 

Una vez que cenamos, me voy al albergue. Me gustaría pasear por Barcelos, pero mis pies dicen que mejor me acueste.

 

Chateo un poco con Aurora y le envío las fotos que puedo. Luego, echándola mucho de menos, me voy a dormir, tras leer un poco.

 

6 de julio.

Barcelinhos – Ponte de Lima.

 


Me he despertado especialmente temprano. 

Además de Kerry, en el albergue hay un señor de Bilbao y cuatro amigas suyas. Roncaba como un tractor el buen bilbaíno, pero la verdad es que he dormido muy bien. 

Son como las seis de la mañana. 

Kerry ya se ha arreglado y, mientras yo me ducho, se marcha. 

Tiene pensado llegar en dos días hasta Ponte de Lima y luego coger un bus o un tren hasta Oporto y de allí, a Madrid y a su tierra. 

Sigo alucinando.


Salgo sobre las ocho. Es domingo. Llueve. Una lluvia tan suave, imperceptible, que no me importa mojarme. 

Recorro Barcelos y me alejo de la ciudad.


Por primera vez, voy dudando. El final previsto de la etapa está a 35 kilómetros. Jamás en mi vida he recorrido a pie una distancia tan larga. Se me hace lejano, pero no hay muchos lugares donde parar en la etapa. Según mis anotaciones, el primer albergue está muy cerca, a unos diez kilómetros, y los demás alojamientos son un poco caros y escasos. 

Decido andar y ya veré.


Paseo por bosques, emparrados, campos de cultivo tan verdes que pienso en La Comarca de Bilbo Bolsón. 
Hay cientos, miles de eucaliptos. Algunos son enormes y me gusta su olor. Decido parar más o menos cada diez kilómetros para un pequeño descanso, así que me tomo un café de máquina en el primer albergue.

Estoy sentado en la hierba, con mi café, al sol (ahora hace sol, aunque ha estado buena parte de la mañana lloviendo), cuando llega el señor de Bilbao y su gente que han decidido hacer una etapa cortita y dormir allí, que también es un sitio nuevo.

Al rato me despido de ellos y continuo, más solo que la una y, en verdad, encantado de la vida.

 


Diez kilómetros de senderos, puentecillos, casas portuguesas y poca gente después, hago una parada en un bosque a comer. Mientras como, me alcanzan dos señores (después sabré que son estadounidenses) que me saludan muy alegremente.

 Sigo caminando. 


Algo más tarde (ni sé qué hora es ni me importa) resulta que me quedan sólo doce kilómetros para llegar a Ponte de Lima. 

Pues estupendo. 


Hago una parada en un bar, me tomo una cocacola. Al rato llegan las tres chicas noruegas de ayer. Es como si nos conociésemos de toda la vida.

No me cabe ninguna duda de que el inglés es la lengua franca del Camino. Se toman unos vinos, mientras me cuentan que se van a quedar en una casita rural poco antes de pasar a Ponte de Lima. 

Nos despedimos. Sigo caminando.

 


Son como las seis de la tarde cuando por fin, en medio de un fuerte calor y por senderos adoquinados (maldita sea) llego a Ponte de Lima

He recorrido los treinta y cinco kilómetros y me encuentro fenomenal (cansado, por supuesto, pero muy bien).

 

El albergue moderno, limpio, se encuentra al otro lado del espectacular puente Romano Medieval.

 

He cenado otra de esas espléndidas sopas portuguesas y una ensalada. Lo de las comidas se convierte en un ritual extraño. Durante todo el Camino desayunaré, pasaré la mañana con unas almendras crudas y unas pasas que voy comiendo mientras ando. Finalmente cenaré al llegar al final de cada etapa. Pronto.

 


Ahora hace fresco, pero estoy en el jardín del albergue. Se escuchan cohetes. Hay un montón de puestecillos a la entrada de la ciudad. Le pregunto a una chica del albergue y me dice que no, que no es fiesta.
Que sólo es verano. 


Me encanta la idea. 

Mañana ya veremos.


 

 

7 de julio.

Ponte de Lima - Rubiães

 

Primera ley del dormitorio comunal:

            Siempre, en todo grupo que comparte un dormitorio, alguien roncará.

Segunda ley:

            Siempre, siempre, el que ronca se dormirá en primer lugar.

Tercera ley:

            Sin importar el tamaño del dormitorio, el roncador o la roncadora estará siempre a menos de tres camas de distancia.

Cuarta ley (corolario):

            Nadie admitirá nunca ser el que ronca

 

Bromas aparte, he dormido muy bien, aunque poco. Será por aquello de acostarse pronto. El albergue cerró sus puertas a las diez de la noche, así que los caminantes nos encerramos, descansamos y aprovechamos para charlar un poco. Recuerdo estar de conversación con un grupo de alemanes y una muchacha irlandesa, antes de irme a la cama.

 El caso es que a las seis de la mañana estaba bastante despierto. No quería que la etapa de hoy fuera especialmente larga. Sin prisa, me he levanté, me duché, recogí mis cosas y me dispuse a seguir andando.

 

Al salir, descubro que una estupenda cafetería abierta junto al albergue huele a desayuno: torradas con manteiga y café expresso (ya tenía yo otra vez el capricho).

 

Empiezo a andar por una ruta silvestre, verde, fresca, preciosa, con un cielo azul que irradia alegría, sin prisa ninguna. La distancia es corta, pero las cosas no son siempre lo que parecen y tengo que cruzar la Porteta de Labruja (nombre interesante, pero es por un río llamado Labruja)

 

El camino transcurre por senderos entre bosques, junto a ríos, por aldeas o freguesías que son casitas aisladas. Precioso.


Pero cruzar el paso implica ascender cerca de ochocientos metros por senderos que más parecen torrenteras pedregosas, secas y rompepiernas. De hecho, me caigo un par de veces, sin más consecuencias que un rasguño en el amor propio. Hace calor y el sudor me chorrea por la cara y la espalda. No veo el momento de llegar arriba.

 

Pero, una vez cruzas la Porteta, la ruta desciende con suavidad, como la temperatura del aire (aunque el sol pega con fuerza) y tras la breve parada en un ingenioso bar – roulotte que un emprendedor ha montado en su jardín a apenas dos kilómetros del albergue, he llegado.

 


Toca descanso, ducha, tumbonas al sol. El albergue, un edificio aislado no lejos del pueblo que me recuerda un antiguo apeadero de tren, está casi vacío cuando llego, pero poco a poco se va llenando. Intento dormitar un poco, pero me ha dado mucho el sol y siento frío. Me meto en el saco de dormir.
 
Al cabo de un rato, inquieto, decido ir a cenar a un lugar a unos quinientos metros del albergue, en pleno Hobbiton.

Tomo otra deliciosa sopa portuguesa. Y me acaban de traer un plato gigantesco con la tortilla que he pedido. Voy a intentar acabarla.

Mientras ceno, aparecen de nuevo las tres chicas noruegas de anteayer. No deja de sorprenderme que nos saludemos como viejos amigos, aunque ni siguiera sepamos nuestros nombres.


Antes, en el albergue, poco a poco, han ido llegando algunos rostros conocidos: una pareja de hermanos alemanes, una holandesa que habla castellano a la perfección (dice que lo practica viendo series por internet), un señor italiano que viaja con su hija y que me parecen las personas más felices que he visto en mi vida, la chica holandesa que durmió en la cama contigua a la mía


…No sé porqué pienso en los Cuentos de Canterbury ante tanto reparto de gentes diversas. Sería fantástico que todo estuviese oscuro, y que pudiésemos sentarnos ante un fuego junto a un jarro de vino. 

Y contar historias. Cada uno la suya.

Esta mañana, mientras caminaba, cantaba a grito pelado “in taberna cuando sumus”. Me sentía muy medieval. El mundo parece mucho más grande. El tiempo nos pertenece.

 

He terminado de cenar. Toca un paseo en la oscuridad hasta el albergue. Leer un rato. Descansar.

 

8 de julio

Rubiães – Valença do Minho.


Hoy tengo previsto llegar hasta Tui. Ya en España. 


Pero surge un problema…


…El problema es más bien tonto, pero muy serio: mucho más tarde descubriré que, por error, en la farmacia me vendieron un apósito para tratar durezas, en vez de uno para curar ampollas. Éste apósito trabaja ablandando la piel, por lo que una diminuta ampolla inicial es ahora una llaga, molesta y dolorosa.

 

Prefiero no preocuparme. Hace un día espléndido. El recorrido en general es precioso, bucólico, muy evocador. En algunos tramos encuentro indicadores que señalan que estoy siguiendo la Via Romana XIX (no lo tengo muy claro, salvo cuando cruzo los puentes)



Hago una parada cada dos horas para descansar. Al principio camino junto a Massimo y su hija Ciara, a quienes conocí ayer en el albergue. Vive cerca de Florencia, en Prato. Pero su castellano es perfecto, lo cual deja de ser un misterio cuando me entero de que su esposa es de Casasimarro (Cuenca). O sea, prácticamente son paisanos míos.


Un poco más tarde, deciden detenerse a descansar. Yo continuo mi camino hasta una calle, junto a un cementerio, donde me tomo una cocacola más feliz y tranquilo que en años.

Al rato, me adelantan mis tres amigas noruegas. Marchan atléticas de casa rural en casa rural y de spa a spa (se ve que hay varios pelajes de caminantes).

 


Con el calor mi pie empieza a quejarse de verdad. Queda poco para Valença, de manera que decido que ese será mi final de etapa. Me quedaré allí. Visitaré la fortaleza y cruzaré a España mañana.

Llego muy pronto al albergue. Ya he dicho que el tiempo hace cosas muy extrañas cuando te pertenece por completo. Son como las doce y media y no abrirán hasta la una; así que espero, tranquilo. He caminado durante cinco horas, contando los descansos.

 

Ya en el albergue, me ducho, arreglo el desaguisado del apósito lo mejor que puedo e intento descansar. Por la tarde doy un paseo por la fortaleza, que me parece alucinante, muy bien conservada y bastante más interesante que algunos sitios similares que conozco.


A las siete y media (¡¡santo cielo, qué horarios!!) ceno en un sitio llamado La Carabela. Caminando dolorido por tanto pavimento empedrado, regreso al refugio. 


Voy a leer, a descansar y a dormir. Mañana mi pie tiene que estar mejor o acabaré drogadicto. Planeo llegar como mínimo hasta O Porriño. Pero no tengo prisa. Todo el tiempo del mundo es mío.

 

Anoche soñé que dormía en una caverna acunado por los ronquidos de mi tribu. Había tanta gente roncando que resultaba tranquilizador, como escuchar el mar. No creo que los depredadores llegasen a ser atraídos por los ronquidos. Un depredador en su sano juicio jamás entraría en una caverna en la que se escuchasen gruñidos tan amenazadores.

 

9 de julio

Valença do Minho – Mos

 


Esta mañana mi pie estaba en perfectas condiciones. Sólo una leve molestia. 
De manera que he salido sobre las siete y media, atravesando la fortaleza vacía, con sus tiendas cerradas, sus calles iluminadas por un sol fresco y recién amanecido.

Me he desayunado un café y una torrada con manteiga a solas en una cafetería recién abierta y luego he proseguido camino.


Me he reído como un tonto en el puente metálico del tren sobre el Miño, en su paso para peatones, perdiendo una hora y volviéndola a ganar con sólo dar unos pasos en una dirección o en otra, hacia España o hacia Portugal. Cosas absurdas de las fronteras.


Aduanas cerradas, policías dormidos, no creo que haya una imagen que me guste más.



Tenía la intención de llegar a O Porriño por la ruta pintoresca abierta el año pasado (que te ahorra el paso por el polígono industrial), y en el camino me he encontrado con Massimo y con Ciara que descansaban. 

Me han esperado para proseguir juntos, charlando, comentando cosas, descubriendo los intentos de sabotaje de la nueva ruta perpetradas por desaprensivos (sospecho de algunos bares del polígono que pueden perder una hermosa clientela): señales borradas, quemadas, grandes flechas pintadas en lugares estratégicos que señalan la dirección equivocada, etc. 

Pero hemos sorteado las trampas. Conseguiremos llegar a O Porriño siguiendo la ribera del río Louro, que es un paseo hermoso y muy agradable. Bastante mejor que cruzar el asfalto de un polígono industrial bajo el sol de julio.

 

Paramos a tomar un refresco en un establo reconvertido en restaurante. Allí nos ha atendido un señor muy simpático, domador de caballos, que nos ha ofrecido un albariño (yo no lo he probado, pero Massimo se ha tomado dos copas) con la promesa de que si no nos gustaba, no nos lo cobraría. 

Tentador.

Cambio de hora incluido, llegamos a O Porriño sobre las dos de la tarde. Allí, Ciara, cansada, hambrienta, ha visto que coincidíamos otra vez con una familia polaca que habían conocido en Rubiães, de modo que deciden quedarse allí.


Yo me encuentro bien, a pesar del calor. El albergue me ha dado una imagen de fealdad, el lugar poco amable, de modo que haciendo caso a mi impresión, decido hacer seis kilómetros más y probar suerte en Mos.

 

He llegado a Mos en medio de un calor abrasador. Me he encontrado un albergue pequeño, simpático, que se ha ido llenando conforme avanzaba la tarde. Mientras escribo, han tenido que echar mano de colchonetas, abrir una especie de cocheras que tiene en la planta baja, e incluso que alquilar habitaciones para poder alojar al ruidoso grupo de compatriotas que ha llegado.

Me he zampado una cervezusca y una ración enorme de pimientos de Padrón con pan en un bar, justo al otro lado de la calle. Y tras intentar en vano echarme la siesta, he salido a dar una vuelta por la aldea. Hay una iglesia, un pazo y un cruzeiro bajo el que estoy sentado ahora mismo. 

Y escribo.

 

10 de julio

Mos – Pontevedra.

 

No me lo creo. Pero sólo ha pasado una semana desde que inicié el viaje. He llegado hasta Pontevedra haciendo una etapa más larga entre Mos y Pontevedra. Habrán sido unos veintinueve kilómetros.


Todo el mundo se volvió loco en el albergue sobre las seis de la mañana. Tres cuartos de hora después, desperté de un breve sueño para encontrarme sólo. Miel sobre hojuelas. Placeres exquisitos: una ducha a solas, sin prisa, mi aseo matutino… ¿qué más se puede pedir?

Por supuesto, café y tostadas en el Flora y luego… caminar.


Despacio, tranquilo, solo, paladeando ese momento fresco y estupendo justo cuando el sol empieza a asomarse desde algún monte lejano y se puede ver su luz oblicua dibujando la bruma.

 

Como de costumbre canto, silbo, bonk, bonk, bonk, percuto mi bordón de peregrino (no lo he dicho, pero como bastón de caminante estoy usando un viejo bo, de mis clases de aikido). Estoy seguro de que también se usaban así en el pasado para acompañar con su ritmo alguna melodía que ayudara a marcar el paso.

Atravieso Redondela muy temprano, así que pospongo mi parada de descanso hasta llegar a Arcade: cocacola y pedazo de empanada que sabe a gloria.


Ya aprieta el calor. Aún quedan muchos kilómetros que cruzan bosques y siguen los restos de la Vía Romana XIX. Si quito los eucaliptos, puedo imaginarme que soy un soldado romano con su pilum, cargando con toda la impedimenta.

Con el tiempo, voy alcanzando a muchos de los compañeros del albergue: dos portuguesas, un ruidoso grupo de salmantinos (yo ya tengo cuatro compostelas -me dijo uno de ellos ayer -quien lo prueba, repite)

Los últimos kilómetros, bajo un sol impío, se hacen duros, pero en realidad no queda más remedio que seguir andando.



Estuve en Pontevedra hace casi treinta años. Recuerdo que nos bajamos del autobús, pipiolos en busca de aventuras. 

Y nos gustó tan poco que cogimos el siguiente autobús.


No ofrece una cara amable. La entrada a la ciudad es más bien fea.

El albergue está atrapado entre unas obras y las vías del tren, también en obras y visitadas por ocasionales trenes de mercancías.

También está lleno de gente. 


Acaba de llegar un grupo de tres alemanes, compañeros de albergue que ayer a las siete de la tarde ya estaban acostados y que hoy, a las seis de la mañana ya estaban saliendo… ¿a qué tanta prisa?.

Ducha. Cuidado de pies. Descanso. 

He lavado mi ropa. Me he tumbado en el césped y, siguiendo los pasos de Aurora que hizo el Camino el año pasado, llamo por teléfono y reservo habitación y SPA en Caldas de Reis -hay que darse un homenaje, de cuando en cuando-.


Escribo. Pero empiezo a tener hambre… Voy a recoger la ropa que he lavado y tendido, que seguro que está seca con lo que cae. Voy a ver si puedo cenar algo por aquí cerca. Cenar, digo. Y son las seis de la tarde. Hay algo muy primitivo en eso…


Acabo de encontrar un lugar para cenar en una taberna cerca del albergue. 
Ceno en una terraza, velada amenizada con un concierto de taladradora neumática y las conversaciones ininteligibles de la gente local: un caldo gallego estupendo, ensalada y unas ciruelas de postre. 
No me cabe más. Mi hambre se ha reducido al mínimo estos días. Ahora toca volver y prepararme para descansar un ratico. A ver qué tal son los desayunos aquí. Espero que mañana esté abierto.

 

 11 de julio

Pontevedra – Caldas de Reis

 


Esta madrugada, después del circo nocturno, la gente se ha empezado a mover como loca a partir de las cinco y media de la mañana.

Luego he podido echar una cabezada hasta las siete.

Me he levantado, me he duchado -ahora al escribir me doy cuenta de que he olvidado mi bote de gel en la ducha- y he salido del albergue sobre las siete y media. No me cabe duda que es mi hora.


He tomado un café con su tostada en una cafetería abierta en una esquina con vistas a la estación de tren y a la de autobuses. Ambas siguen en el mismo sitio que estaban cuando llegué por primera vez aquí hace 30 años. 

Pero no he encontrado nada más que recordar. Sólo el lugar. Entonces -ya lo he comentado antes- me pareció tan poco acogedora que nos marchamos sin más. 


Hoy, al pasar por el centro de Pontevedra, he descubierto que me equivoqué. Es muy interesante. Antiguo. Atractivo. Creo que merece una visita prolongada que anoto para una futura ocasión.


Luego la ciudad ha quedado atrás y yo me he encontrado caminando por senderos de bosque y campos de cultivo en una etapa corta con un final apoteósico en la que me he ido encontrando a los salmantinos dispersos y he recorrido, como siempre casi totalmente a solas. (Nota mental: he coincidido con una pareja de la India).


Sobre la una y media he llegado a Caldas de Reis. 


He comido muy bien, mirando al río, cómodo bajo un toldo. Luego he tomado posesión de mi habitación del hotel. 

Qué lujo la soledad.


Me he desnudado y me he dado una ducha de rey o por lo menos de conde-duque. He dormido un rato. Luego me he ido a la piscina, con mi moreno agrario. Después he bajado al SPA donde la fisioterapeuta se ha reído con mis piernas bronceadas en porciones -morenas hasta mitad de la pantorrilla y blanco el resto del muslo y los calcetines -y he estado media hora en el SPA, disfrutando. Para qué voy a mentir.


Luego me he vuelto a la piscina y allí me he dado un baño. Estaba al sol, relajándome, cuando me han llamado, desde el otro lado de la piscina, mis tres amigas noruegas (ahora sé que se llaman Lind, Mathilda y Argán)


Hemos charlado de quesos, de comidas típicas españolas y noruegas, de la Feria de Albacete. Hay gente que tiene mucha suerte con el país en el que nace. Cuando han cerrado la piscina, hemos seguido un rato al sol. Luego me han invitado a tomar algo fuera del hotel pero he declinado su amable invitación: me encuentro agradablemente laxo y relajado. Demasiado para caminar buscando dónde comer. Demasiado para seguir conversando.

Así que he vuelto a la habitación. Dentro de un rato me dormiré. 

Echo de menos a Aurora -más de lo que ella imaginará nunca, seguro- 

Me siento extraño. Cómodo. Feliz. No me duele la espalda. 

Sólo me angustia un poco la idea de que el camino se va acabando y tengo que volver. Qué raro.

 

12 de julio

Caldas de Reis – Padrón

 

He desayunado perezoso, feliz como un marqués, en un mirador que el hotel tiene sobre el río. Sin prisa. Al final he salido tarde, casi a las nueve, sintiéndome blando, demasiado relajado, perezoso. El paseo hasta Padrón, en teoría corto, se me ha hecho un poco cuesta arriba.

El pie me ha molestado bastante, en especial los últimos kilómetros -siempre se hacen largos los últimos-

Pero al final he llegado. Diez minutos antes de que cerraran las puertas del albergue. Aún quedaban cuatro o cinco camas libres. 


Ha sido un poco decepcionante, porque llegando a Padrón las flechas amarillas, las mágicas flechas amarillas, de pronto desaparecen y te encuentras sin indicaciones en el enorme paseo con las estatuas de Cela en una punta y la de Rosalía en la otra. Y no te apetece coger una dirección equivocada y andar más.

Pero he llegado. Me he duchado y he intentado dormir un rato, descansando.


No ha sido posible. El albergue de Padrón es pequeño y, aun en el supuesto de que nadie quisiera hacer ruido, hay gente de todos los colores entrando, saliendo, hablando. Hay música en la calle. De pronto, ha empezado a sonar un griterío, cientos de voces. 

Me he rendido. 


Me he arreglado y he salido a la calle, para ver de qué iba la cosa. Un grupo de barcas subía por el río (desde Caldas, según me han explicado) y conforme iban llegando las recibían los vítores y la alegría de los espectadores. Traen una ofrenda de flores que van a depositar en la iglesia.


Todo el pueblo está engalanado como en una fiesta medieval. Hambriento, he caminado entre churrasquerías y puestos de marisco, pensando en qué comer. He vuelto al paseo y me he sentado en una mesa. Me he pedido una Guinness mientras esperaba a que abrieran la cocina.


De pronto, a pocos metros de donde yo estaba, han colocado un equipo de megafonía y han empezado a aparecer chicos y chicas, casi niños, elegantes, con instrumentos musicales.

Sin comerlo ni beberlo me he encontrado con que mi merienda cena ha sido amenizada por un concierto de más de cien muchachitos de tres bandas municipales unidas en una sola.

Muy bueno. Casi profesional.



Me he cenado una tosta xacobea -jamón, pimientos de Padrón y huevo- y una ración de queso de tetilla, todo regado con un par de cervezas artesanas de nombres tan evocadores como deliciosos: Demonio Negro y Santa Compaña.

Más tarde, he regresado al albergue, con algo de frío y un poco más zigzageante de lo que debería.

 

13 de julio

Padrón – Santiago de Compostela.


Sobre las cuatro y media de la madrugada se ha producido una desbandada: todo cristo se ha levantado, preparándose para la marcha, rompiendo el sueño de los que maldita la prisa que teníamos.

Luego ha habido un breve intervalo de paz, donde he dormido un poco, hasta las siete, hora en la que he empezado a prepararme para salir.

He desayunado en un café, junto al albergue.

He dedicado la mañana a recorrer los últimos veinticinco kilómetros del Camino. Me he encontrado mejor que nunca, relajado, contento, sin molestias. Sin hambre. Sin cansancio.


La ruta se me ha hecho muy corta, entre bosquecillos, pequeñas aldeas y caseríos, hasta llegar a Miradoiro.

Cuando ves por primera vez la Catedral en la distancia, coño, te emocionas de verdad. 
Casi estoy llorando. 

Luego atraviesas el extrarradio de Santiago. Pronto, empiezas a ver lugares conocidos -que, sin embargo, son muy distintos, como si los viera por primera vez-.

Poco antes de las dos de la tarde, llego por fin a la Catedral.

 

He estado cerca de las lágrimas un montón de veces. Cuando empiezo a encontrarme con la gente que he ido entreviendo a lo largo de estos días y todos están contentos, irradian amistad, camaradería y orgullo por lo conseguido. 


Lo hicimos. 

Estamos aquí.

 

He entrado en la Catedral, he abrazado al santo, como a un viejo colega. No lo hacía desde que tenía ocho años. El mundo cambia, pero hay cosas que son estables en medio de la tormenta. Las piedras grises, los arcos románicos…


 Las nubes han bailado para mi

Sólo para mi, su danza secreta

Y he visto que el mundo es amable

Y grande

Como un viejo mastín. Tiene dientes

Que pueden partirte la carne.

Pero es amable,

Y grande,

Y gruñón.

 

Después de un rato haciendo otra vez cola, me han dado mi Compostela y un papel en el que certifican la distancia recorrida. Oporto – Santiago. Doscientos cuarenta kilómetros en diez días. Demasiado rápido, me digo.

 

Me planteo seguir hasta Finisterre, pero he hablado con Aurora por teléfono y no puedo esperar una semana más. 

La añoro brutalmente.

Así que volveré a casa el martes.

Hoy toca descanso y mañana holgazanería por Santiago. 

Sólo. 

Satisfecho. 

Emocionado.

 


La pareja de Lisboa en la Oficina del Peregrino. La holandesa guía, entrando en Santiago. La portuguesa Beca y la brasileña Liz. El señor colgado de Elda -a quien acabo de ver también solo, sentado al sol -. Los de Salamanca, ¡vaya una troupe ruidosa!. Natillas, la increíble perra peregrina. Massimo y Ciara. Lind, Martina y Argan, las noruegas. Kerry, de Australia. La pareja de hindues. La chica danesa de Ponte de Lima…

 

14 de julio

Santiago de Compostela.


Perezoso, ayer decidí terminar. No encontré tren para hoy, pero no hay problema. Alargo mi estancia en la Tafona do Peregrino un día más. Me iré mañana. El tiempo es mío.


Desayuno temprano, como un dios, y he salido a corretear por Santiago, a comprar regalitos y recuerdos y a relajarme del todo.

Hago una primera parada en el Mercado de Abastos, donde se conoce que la gente me ve pinta de Peregrino y es extremadamente amable. Compro un delicioso queso ahumado a una señora y un orujo de hierbas “ilegal” a un señor de Caldas de Rei.



Sigo paseando, por aquí, por allá, si rumbo, sin objetivo, mirando a la gente, hermanado con los que llegan y algo melancólico.

Me tomo unos vinos en un restaurante de El Bierzo y con las tapas, me doy por comido. Son muy amables. Tienen una perruna, una palleira, llamada Xula o Xuca -diantres, no me acuerdo – que me recuerda a Luna, otra compa canina que ya no camina entre los vivos. 


Compro -por culpa de los vinos, seguro -una flauta, una armónica y una ocarina artesanal a un señor amabilísimo que me cuenta que las hace para Carlos Núñez y Amenábar. 

No voy a contar cuánto me cuestan. 

Compro música para Aurora y recuerdos para los chiquillos. 

Regreso al hotel a pasar el rato de calor. Después, por la tarde, voy a una tienda de ropa -un encargo de Aurori que no puedo cumplir- y luego voy a merendar cenar a O bon gusto.

 

Y allí estoy, ensimismado con mi jarra, cuando aparecen Massimo y Ciara, tan felices de verme como yo de verlos a ellos. Tomamos juntos una cerveza (yo acabo de cenarme una hamburguesa gallega. Ellos cenan también).


Callejeamos mientras oscurece, charlando, contentos por haber llegado, con una camaradería que muy pocas veces he sentido.

Refresca.

Nos despedimos con abrazos.

Vuelvo al hotel.

 

15 de julio. 

Santiago de Compostela – Madrid -Albacete.


Me levanto pronto. El tren sale a las nueve y cinco y la estación está a unos veinte minutos a pie (veinte minutos. A pie. Ja, ja…)

Desayuno. Me despido.

Está nublado.


Me subo al tren, donde me sorprende ver lo mucho que me he acostumbrado a caminar. El tren vuela, recorre en pocos minutos trayectos que andando se miden en horas o en días.

Me pongo triste. 

Hago mi transbordo en Madrid, sin más novedad que el archiconocido paisaje de la Mancha seca, amarilla y la bofetada de calor al salir del tren.


Y fin.

 

Estoy en casa. Aurora me ha recogido, me ha traído en coche. Me he duchado y, como ella dice, es necesario asentar un poco la cabeza.


Lo hice. 

Lo conseguí. 


Y, típico tópico quizá, algo ha cambiado en mi. 
No sé qué es, pero algo ha cambiado para siempre. Y tenía razón el señor de Salamanca. 
No sé cuándo, pero volveré.

Comentarios

Entradas populares