Viajes y experiencias III: Una cita con los dioses: Islandia.

 Es el año 2018


15 octubre.
Mojácar -Albacete - Cuenca -Madrid

Con la furgoneta, continuamos el viaje iniciado en Mojácar, con la ruta Albacete-Cuenca-Madrid. Parada en Cuenca, para dejar a Sam en casa de mi hermanica y mi cuñado. 
Seguimos hacia Madrid. Pensamos pasar la parte de noche que queda hasta la salida de nuestro vuelo descansando en la furgoneta, en el parking de larga estancia de la T2. Al menos, intentaremos dormir un poco.
 
16 octubre.
Madrid-Aeropuerto Internacional de Keflavik -Kirkjufell


Temprano (son las cuatro y media de la mañana), abandonamos el parking en el bus lanzadera que conecta con el aeropuerto y nos dirigimos a nuestra terminal, para coger el vuelo con Norwegian Airlines. 
Tiempo de sobra para descansar tomando un café al lado de nuestra puerta de embarque. La cambian a última hora por otra situada en el otro extremo de la terminal. 
Follón con los equipajes de mano (la azafata nos cuenta que somos 170 pasajeros y que sólo hay sitio para sesenta y pico equipajes de mano). Al final los nuestros bajan a la bodega de carga. 
Despegue. 
Sorprendente amanecer sobre el mar de nubes que cubre todo (Francia, Inglaterra, el Atlántico) en un vuelo de 4 horas.

Al atravesar la capa de nubes, aparece un paisaje oscuro, lluvioso, de una desolación infinita, un mar gris, frío y amenazador. De pronto, balizas, edificios y el aeropuerto.

Keflavik es un aeropuerto pequeño, muy moderno, bastante cómodo y agradable. Hay personas de todas las formas y tamaños, morenos y rubios. No sé por qué razón, esperaba un tipo identificable de gente, acaso un montón de rubios vikingos, pero no es así. 

Todos los rótulos están en Islandés e Inglés. No nos cuesta nada encontrar la parada del autobús que nos lleva a la sede de las oficinas de la agencia de alquiler de vehículos. 
Llueve. Todo es gris y marrón. Está limpio, parece provisional y nuevo. La temperatura es agradable. No hace mucho viento ni demasiado frío y la ropa cortavientos que compramos en el hipermercado parece funcionar de forma aceptable.

El autobús nos lleva a la manzana de al lado, un edificio grande en medio de un parking donde se encuentran todas las agencias de alquiler de vehículos. Geysir es la nuestra, aunque nosotros hemos alquilado a través de Campervaniceland. 

El alquiler de coches es una opción casi obligatoria en Islandia, de modo que hay mucha gente en el bus, y mucha gente en la agencia (acabaremos descubriendo que el concepto de “mucha gente” cambia en Islandia); pero los de la agencia preguntan por aquellos que tenemos reservado un Motorhome (el acento islandés es brusco, cuajado de erres) y, junto a otra pareja, nos trasladan en una furgoneta a una nave situada lejos, en una calle llamada Bogatrođ, a unos seis kilómetros de distancia.
Allí nos aguarda nuestra flamante Motorhome.
 
Antes de recogerla, pasamos por una serie de trámites muy exhaustivos: revisar por los cuatro costados y junto con el personal la ausencia de arañazos, daños y golpes, verificar que todos los niveles de agua, gas, combustible, etc, están llenos para devolverlos igual, recibir una explicación detallada sobre el funcionamiento de la autocaravana, pagar (por supuesto. Admiten el pago en euros, por cierto), revisar las condiciones del seguro (Una de las sorpresas que te llevas cuando vas a venir a Islandia y no conoces el tema es que es conveniente sacar un seguro específico para los daños causados por la gravilla y otro por los posibles daños en los motores causados por el viento y la ceniza volcánica…). 


Posteriormente nos hicieron visionar un video sobre el funcionamiento de la autocaravana, y sobre las precauciones básicas para la conducción en Islandia: atención al viento (hasta la señalización te avisa cuando no es recomendable o incluso está prohibido seguir conduciendo por determinadas rutas) y a qué fuentes de deber dirigir para saber el pronóstico actualizado del tiempo (que puede ser muy cambiante, por cierto). 
Y finalmente, te dan las llaves, la caravana es tuya y sales a la calle.

Lo primero es parar en un supermercado cercano (Está por todas partes la cadena Bonus, la del cerdito) para recargar provisiones.  

Allí pasamos un rato largo, entre risas, comparando precios en coronas islandesas con los euros (en general es caro casi todo) e intentando comprar alguna especialidad local sin tener ni idea de qué demonios estamos comprando (el islandés, al principio, es incomprensible y casi ilegible, luego parece que te vas acostumbrando). 

        Nota de color: la sección de frutas y las de carnes son cámaras frigoríficas dentro del supermercado, con lo cual el primer frío de verdad en Islandia lo pasamos dentro de la tienda.

Una vez hecha la compra, por fin, salimos a la carretera. 

        Otra nota de color: no venden bebidas alcohólicas en los supermercados. Lo descubrimos al intentar comprar cerveza. Para ello, hay que ir a otras tiendas donde venden bebidas con alcohol. 
 
Tomamos la ruta 41 en dirección a Reikiavik con la intención de dirigirnos hacia el norte, hacia la zona del parque natural en el que se encuentra Kirkjufell, la montaña Iglesia. Es la una de la tarde y tardaremos unas tres horas en recorrer los 187 kilómetros que nos separan de nuestra primera meta. 
En ningún momento de nuestro viaje superaremos los 100 km/h de velocidad. Muy poco tráfico en general, grandes camiones con remolque que circulan con cierta impaciencia. La carretera, bordeando Reikiavik tiene en ocasiones cuatro carriles y arcén. Luego no. Luego pasa a ser una cinta estrecha de dos carriles, sin arcén.

Saliendo de Reikiavik cogeremos la ruta 1. Es la principal carretera de la Isla, y la recorre por completo. Es la ruta que queremos seguir, aunque vamos a desviarnos para visitar la península de Schnaefells.
 
La carretera es estrecha. El paisaje, distinto a todo lo que hemos visto anteriormente. Muy pocos árboles y los que hay son pequeños, casi matorrales, salvo alguna plantación de abetos. Cada curva da paso a una nueva impresión, a una postal que desearíamos contemplar y fotografiar, cada rincón asombra. 
Curvas, un túnel larguísimo que pasa bajo un fiordo al tiempo que desciende cada vez más hasta profundidades desconocidas, el aislamiento y soledad de las granjas que se pueden ver. Cada pocos kilómetros hay señalizados unos apartaderos de grava negra (con sus banquitos y sus mesas de merendero, que parecen un alarde de optimismo bajo los cielos grises y la llovizna) que están situados en lugares con interés histórico o paisajístico. 
Si parásemos en todos, tardaríamos meses en completar la ruta y (por desgracia) no los tenemos.
 
Sobre las cuatro de la tarde, junto al lago Selvallavatn, hacemos una parada en uno de estos apartaderos. Bajamos a ver el lago. Nos cruzamos con dos muchachas que suben hacia nosotros bajo la lluvia y que nos dicen en inglés que si queremos ver una cascada encantadora que caminemos un poco por un sendero que hay a nuestra izquierda. Eso hacemos. 


Es nuestro primer encuentro con una de las decenas de cataratas que hay en Islandia. Después descubriremos que la cascada se llama “Cascada de las ovejas”. Si caminas un poco puedes incluso pasar por detrás de la cortina de agua que cae. El suelo es pardo y verde de musgo, la tierra negra y el cercano lago es absolutamente impresionante. Estamos (y no será la ultima vez) total y absolutamente solos. Empiezas a preguntarte qué sucedería si, por azar, tuviésemos un accidente.
 

Un poco antes de llegar a un pueblo llamado Grundalfjordur, nos llama la atención un lejano, pero altísimo salto de agua, situado tras unas vallas en una granja distante. Paramos y caminamos un rato por un camino encharcado, en el centro de un valle glaciar anchísimo, oscuro y muy hermoso. Hacemos fotos y un poco el ganso y volvemos a la caravana. Nuestro destino está cerca, cerca.

Poco antes de las seis de la tarde, llegamos al pie de la montaña. Hay un apartadero desde el que sale una pequeña senda hasta Kirkjufellfoss, la cascada de la montaña. Nosotros seguimos por la carretera unos cuantos kilómetros, buscando algún lugar donde quedarnos en una diminuta península, por detrás de la montaña, pero encontramos un cartel que nos prohibe el paso, de modo que acabamos regresando junto a la cascada. 

Paramos. 
Hay algunos coches de gente que está visitando la zona. Nosotros comemos allí, por fin. El día ha sido muy largo. La noche empieza a caer en seguida. Con el nublado, poco después de las seis y media está oscuro. Los coches se van y aprovechamos para ubicar mejor la caravana. Pese al cartel que prohibe la overnight parking, nos vamos a quedar allí a pasar la noche. Solos.
 
17 de octubre
Kirkjufell -Pordisarlundur
 
Son como las dos de la mañana cuando se desencadena el viento, y la lluvia que azotan la caravana y hacen que se bambolee y se mueva hasta extremos preocupantes. Miro por la ventana y está oscuro como boca de lobo. Nublado. Ni rastro de aurora boreal. Un aguanieve fina golpea las ventanas. 
Muy de cuando en cuando, un camión (los llevan con unos juegos de faros superluminosos) pasa rugiendo en dirección a quién sabe dónde. Pero no hay nada que podamos hacer, aunque el mar está cerca, a pesar del viento y la lluvia, el lugar parece seguro, así que seguimos intentando dormir entre bamboleos y rugidos. 
El sistema de calefacción que incorporan las caravanas funciona espectacularmente, de modo que aunque el viento aulle, dentro estamos calientes y cómodos. 


Con las primeras luces del día, hago unas fotos alucinantes desde las ventanas de nuestra casa rodante. Estamos totalmente solos. Nos levantamos, desayunamos nuestra selección de productos islandeses (me gusta su mantequilla, con un regusto fuerte, levemente ahumado). Poco a poco, con la luz, llegan también las primeras visitas a la cascada.


Desayunados, nos damos un paseo por las sendas que recorren la catarata, que es muy hermosa. La montaña, tras nosotros, tiene un aspecto mágico y extraño. Algo tiene que tener cuando, de alguna forma se la visita tanto. No sabemos muy bien qué es, pero ahí está. Llama la atención. La llaman la montaña-iglesia y, aunque personalmente no veo por ninguna parte el parecido, sí que es cierto que puede apreciarse un aire de lugar sagrado, antiguo.

Las cumbres que nos rodean por el lado de tierra están blancas de nieve, aunque no son muy altas. El efecto es impresionante, en medio del aire de cristal. Haríamos un millón de fotos…


Por la ruta 54 Schnaefellsvegur, algo más tarde, empezamos nuestro recorrido por la península. 
Pararemos en un mirador con una alucinante vista sobre el mar de Groenlandia, luego en otro pequeño apartadero justo antes de llegar al pueblito de Olafsvik. 


Allí, bajaré hasta la playa y meteré mis manos en el agua de ese océano desconocido y saborearé su agua (Es una especie de manía o ritual que tengo. Y, por cierto, el Mediterráneo es más salado). 
Nuestra ruta en dirección al Parque Natural continua por paisajes alucinantes, dejando atrás casitas aisladas, y pueblos diminutos, en medio de desolaciones salvajes y un océano negro que parece salido de un poema de Poe. 

En cierto momento pasamos junto a una gigantesca antena de radio en un lugar llamado Hellisandur. Consulto internet y me entero de que mide nada más y nada menos que 412 metros de altura. 

El Parque Natural es espectacular. La zona es bellísima, con el contraste extraordinario entre las montañas nevadas, el mar brillante, el terreno volcánico. 
Paramos y ascendemos a la cumbre del cráter Saxhölar que se levanta junto a un camino de grava. En la cima, vemos al sol intentando brillar por un lado mientras que por el otro la nieve nos azota la cara. 

Unos kilómetros más adelante, la carretera que serpentea entre musgos, rocas y lava atormentada, se abre a una senda de grava que nos lleva hasta la playa de Djúpalonssandur. Un lugar espectacular que parece sacado de algún pasaje del Señor de los Anillos. 

Frente a nosotros, el sol y un mar furioso que nos separa de Groenlandia. Bajo nuestros pies, la grava negra que esconde los restos retorcidos hasta parecer trozos de tela o blandas algas del acero (¡acero!) de antiguos naufragios. 

Un cartel cercano nos cuenta la epopeya del naufragio y el rescate del que proceden los restos. Diecinueve personas perdieron la vida en ese barco. Nos ruega respeto por los mismos, que permanezcan intocados. 
No hacen falta las señales que avisan de que el mar es muy peligroso. Ruge de tal forma y se cierne tan amenazador que no pasamos más allá del sitio al que llega la espuma de las últimas olas.
 

Nuestra ruta, después, nos lleva entre el mar y el glaciar bordeando la punta de la península, hacia la diminuta población de Arnarstapi, donde paramos para comer, porque son pasadas las dos de la tarde. 

Tras comer, me acerco hacia una enorme estatua que se alza entre nosotros y el mar. Descubro que se trata de un personaje mítico de Islandia; Bárðar Snæfellsáss, hijo de humanos y de gigantes, protagonista de una melancólica saga que transcurre en la península que hemos recorrido. 
Una inscripción al pie de la estatua nos recuerda que está dedicada, por los chicos de una asociación juvenil a la memoria de una pareja (Gudrun Sfgtryggsdottir y Ion Sigurdsson, vecinos del lugar, cuyo hijo, Trausti, murió a los 19 años de edad al intentar cruzar el paso Jökulshals en el año 1928).

Pasada la estatua, un sendero que atraviesa campos de hierba, me lleva directamente a un mirador sobre unos acantilados de basalto negro que no parecen reales. El sol brilla sobre el mar que azota las rocas alargadas, como tubos de órgano, como columnas artificiales de un palacio misterioso. ¿Cómo no va uno a pensar en gigantes?

En Arnarstapi echamos gasoil a la caravana en uno de los muchos autoservicios que hay en los caseríos y  localidades. Y autoservicios quiere decir que no hay nadie para atenderte, ni para cobrarte, ni nada. En Islandia todo y en todas partes se puede pagar con tarjeta. De hecho, durante el viaje, no llegaremos a manejar ni a ver la moneda local. 

En la gasolinera coincido con dos turistas norteamericanos que también investigan un poco a ver cómo funciona el surtidor (aparte de en islandés, las instrucciones están en inglés, lo cual ayuda). 

Cerca de la gasolinera, Aurora encuentra un monumento dedicado a Julio Verne: un pozo con una inscripción que dice “Aquí comienza el viaje al centro de la tierra”. 


Tras nuestra visita al pueblo, abandonamos la península y nos dirigimos hacia el norte. Conducimos unas tres horas, intentando llegar lo más cerca posible de un lugar llamado Akureiri, pero poco después de las seis y media está totalmente oscuro. 
No hay un alma.
Recorremos la noche entre curvas y revueltas sin saber muy bien dónde estamos exactamente. Al final, a las siete y media, encontramos un apartadero que nos invita a pasar allí la noche. No sabemos dónde estamos. 
Tampoco importa. 
Cenamos y nos acostamos, dejándonos acunar esta vez por el viento incesante y el golpeteo ocasional de las ráfagas de lluvia. 
Está nublado. No hay Aurora Boreal hoy tampoco.
 
18 de Octubre.
Pordisarlundur - Akureiri

El lugar donde hemos pasado la noche se llama Pordisarlundur, es la entrada a otra Reserva Natural en Islandia. Un territorio lleno de lugares declarados de patrimonio histórico al ser la comarca de Vatnsdalur, que es el lugar donde transcurre la Vatnsdaela Saga (la saga de la gente de Vatnsdalur) y de pequeños lagos que conforman un paisaje precioso.
 
La noche ventosa dará paso a uno de los más espectaculares amaneceres que hemos tenido la fortuna de contemplar. Ni las montañas nevadas sobre las que empieza a brillar el sol, ni las nubes oscuras de nieve que se acercan parecen de verdad. Son fantasmales. No son de este mundo.
 

Hemos dormido al lado de un pequeño bosque, de árboles pequeños y retorcidos, con olor a otoño. Es el único montón de árboles en decenas de kilómetros a la redonda. El bosque es la razón del apartadero, pero aunque lo exploramos, no encontramos ninguna pista sobre su nombre o la razón de su conservación. 
Está marcado con una de las señales que indican patrimonio histórico, pero no sabemos porqué. 

Algo en su disposición me hace pensar en un lugar de reunión, destinado a acuerdos. Me imagino vikingos sentados en un pequeño claro que se abre en medio. Pero es que tengo mucha imaginación. Al recorrerlo, descubrimos que linda con unos terrenos cercados en los que las ovejas de pelo largo, liso, ondeante al viento, de Islandia nos miran indiferentes…
 
Después de desayunar, volvemos a ponernos en marcha. Estamos de nuevo en la ruta 1. Hacemos una parada para visitar una rara estela que indica un lugar dedicado a un tal Obispo Fedrik, un clérigo sajón, compañero de Thorvaldr Kodransson Vidförli, quienes en el año 981 iniciaron el primer intento de introducir el cristianismo en la isla, sin mucho éxito. Pero aunque recorro el lugar no encuentro ni iglesia ni ruinas ni nada. Sólo un campo de hierba que se extiende hasta las montañas lejanas, con una vista impresionante y un pequeño río cercano.
 
La carretera 1 recorre el valle por su parte baja, alejándonos del mar y pronto asciende por las montañas que nos separan del valle de al lado. No son montañas muy altas, pero están cubiertas de nieve. 

En lo alto de la ruta volvemos a parar, esta vez en el monumento dedicado a Stephan G Stephansson. Descubrimos que fue un poeta y granjero islandés, que tras emigrar a Estados Unidos y viajar a Canadá, consiguió la nacionalidad canadiense. Escribió siempre en islandés y se le considera una figura muy influyente en la literatura islandesa. Su monumento está situado en un punto aislado, lejos de lugares habitados y desde el mismo hay una vista tan espectacular del lejano mar al norte, que decidimos abandonar la ruta 1 y dar un rodeo para acercarnos a las playas y al mar en Skagalfjordur, aunque nos lleve un par de horas más. El desvío merecerá la pena. Un cartel nos advierte de que los habitantes de la zona están tan enamorados de su paisaje que se oponen a la construcción de torres de alta tensión en el mismo y se han movilizado para conseguir que los responsables de la Red Eléctrica Islandesa, hagan subterráneo el cableado por su valle.
 

Paramos en la aldea de Sveitarfelagi∂, donde, junto a la iglesia, hay una reconstrucción de las antiguas viviendas islandesas, de turba, semienterradas en la tierra, convertidas en pequeñas colinas por la hierba que crece sobre ellas. Hacemos fotos y curioseamos por el interior, imaginando que serían cálidas y oscuras en épocas antiguas, con olor a humo y a comida caliente. 
Debía ser tremendamente dura la vida en el pasado. Extraña. Y sin embargo me transmite ecos, casi recuerdos, de vidas que no he vivido. Tengo una imagen de mí mismo (o misma, quién sabe) a lomos de uno de los omnipresentes y pequeños caballos islandeses, cubierto con un capote de lana o de piel, con la cara helada y el viento agitando mi pelo. 

Todo está muy limpio y cuidado, pero, salvo algún que otro turista despistado que se viene con su coche, su campervan o su caravana, no se ve un alma. Los islandeses dan la impresión de quedarse en sus casas, cálidas y confortables, mirando por las ventanas a los extranjeros que se pasean ruidosos por las postales que ellos ven todos los días.

Nuestro desvío nos lleva más tarde hasta el pueblo de Skagafjorđur. Bordeamos una enorme barra  de arena oscura que separa una balsa de agua frente a la que se alza un mar verdoso y gris en el que unas enormes rocas parecen flotar. No hay nada entre nosotros y el Polo, y entran ganas de navegar por mares extraños. El océano está tan calmo que tiene un aspecto aceitoso y denso. 

Paramos en otro apartadero, junto a la estatua de un señor de cuyo nombre ahora no me acuerdo. Un ingeniero o pescador de la zona. Junto al mar he divisado los restos de una cabaña de piedra y he decidido bajar hasta el agua y recorrer la playa de guijarros hasta la construcción. Está cerca de un puente que une la barra de arena de la playa con la costa, salvando el desaguadero del lago que tenemos al lado. La cabaña está vacía y medio derrumbada, pero no me cabe imaginar nada más evocador.

Recorremos el valle a la inversa, por la otra orilla, buscando de nuevo la ruta 1, que pronto nos hace subir de nuevo entre montañas cubiertas de nieve. Aún nos quedan unos ciento veinte kilómetros de viaje, pero cada paso es una fotografía que se graba en la memoria.
 
Finalmente llegamos a nuestro destino de hoy: una pequeña ciudad llamada Akureyri, donde dejaremos por una noche la caravana para dormir en un hotel en el centro de la ciudad. 

Tras dar un par de vueltas, encontramos un lugar tranquilo para aparcar y nos dirigimos al Guesthouse Centrum, en Akureyri.

Akureyri, aunque tiene un aeropuerto en medio de un lago (un aeropuerto para aviones de hélice que despegan sin mucho ruido cada pocas horas) es una ciudad en miniatura, aunque cuenta con un centro de enseñanza antiguo y prestigioso, un teatro y unos jardines botánicos.

Según lo mires, tiene un aire un poco años 70, disperso; pero al mismo tiempo, moderno y nuevo. 

Cerca del hotel, que está en el centro, se levanta una iglesia que nos resulta siniestra. Bajo la luz extraña del cielo, nos parece, sin ánimo de ofender. un templo del mal de película de terror, la iglesia del Anticristo, aunque según parece son mencionables sus vitrales en los que se cuenta la historia de la cristianización de la isla. 
Está cerrada y no podemos verlos. 
Para acentuar el efecto, la ciudad está engalanada con luces y lazos de color rosado (para participar en actos del día mundial contra el cancer de mama) y la iglesia con un equívoco fulgor rojizo en el crepúsculo resulta aún más misteriosa. 


Paseamos por la ciudad -al fin y al cabo eran más o menos las dos y media cuando hemos llegado y, aunque hayamos estado un rato descansando en la habitación, aún quedan algunas horas antes de que se haga de noche-.

La ciudad es diminuta. Las casas son chalets unifamiliares, separados unos de otros (lo que hace que tenga más extensión). Nos dedicamos, como buenos turistas, a mirar. La gente hace su vida normal por la calle, aunque a ratos cae una ligera llovizna. No soy capaz de distinguir a los turistas de los islandeses. Tengo la impresión de que hay más turistas que nativos, pero no sabría decirlo. 
La ciudad ha hecho un esfuerzo por conservar el estilo de las casitas de madera de los años 20 y 30, que se ven cuidadas y reconstruidas con cariño (y dinero). 
Hay muchos restaurantes y locales para comer, tiendas de ropa, de recuerdos y albergues y guesthouses, aunque los precios, al cambio del euro, no son especialmente baratos. 

Paseando visitamos el Jardín Botánico, un poco desangelado bajo la lluvia, en otoño, vacío de gente. Me llama la atención la colección de plantas árticas y de flora islandesa. Paseemos por donde paseemos, todo está muy tranquilo y apenas nos cruzamos con nadie. Algunas casas tienen encendidas las luces en sus porches y lucen adornos que parecen navideños.  Tienen grandes ventanales, parecen cálidas y confortables, pero no vemos un alma. 
Los comercios cierran en torno a las seis de la tarde. 

Ha oscurecido pronto, de modo que nos vamos a buscar dónde cenar. Caminando, caminando, llegamos a un claro, en un alto, en medio de ciudad, donde encontramos, un poco descuidado, uno de esos aparatos turísticos, semejante a un teodolito, que te indica el nombre de las diferentes cumbres y lugares que nos rodean, junto a la estatua de un guerrero con su lanza que parece guiar a un ejército invisible. 
Ya que Akureyri fue, en su origen, uno de los principales asentamientos vikingos en Islandia, imaginamos que estamos ante la estatua de uno de aquellos primeros colonizadores.

Como está bastante oscuro, las calles están vacías de gente y la iluminación es débil (por alguna razón me imaginaba un mayor deseo de luz por parte de los islandeses, pero por todas partes las luces son tenues, cálidas y escasas), de modo que regresamos a los alrededores del hotel buscando dónde cenar algo.

En parte más clásica de Akureyri, en una zona llamada las cuatro esquinas, han mantenido el espíritu de los edificios de los boyantes años 20, ahora convertidas en tiendas y restaurantes. En uno de ellos, Bautinn, decidimos cenar. 
Probamos una selección de especialidades islandesas (carne de ballena, albóndigas, etc…) Todo nos resulta sabroso, apetitoso y bastante rico, aunque con el aderezo con el que están servidas, no puedo pensar más que en la comida de IKEA.

Los restaurantes son muy caros para lo que estamos acostumbrados y, si bebes cerveza, las cenas para dos personas pueden subir mucho de precio. Hablando de cerveza, hasta la fecha hemos probado varias marcas locales. Son suaves y están bastante buenas.
Finalmente, tras un último paseo, nos vamos al hotel a descansar. También está nublado y no hay rastro de auroras boreales.
 
19 de octubre
Akureiri - Hevrir.
 

Por la mañana temprano, nos levantamos y decidimos desayunar en un simpático local que vemos desde la ventana del hotel. Es una casita aislada, en medio de una cuesta, que parece un lugar de cuento o una casa de muñecas, tanto por fuera, como por dentro. Nos homenajeamos con un estupendo desayuno de tostadas con queso, mantequilla, un delicioso pastel de manzana con nata y café. Nos atiende en perfecto inglés una amabilísima señora. Casi da pena tener que moverse de allí para proseguir viaje.
 
Visitamos también un par de tiendas, buscando algunos regalos y recuerdos para la vuelta. No deja de resultarnos curioso que, al menos de momento, la mayoría de las cosas que se venden como recuerdos no dejan de ser puro cliché sobre los vikingos, el frío y las auroras boreales. La ropa de invierno y la ropa de punto y de lana son muy bonitas, aunque al cambio, resultan muy caras. Compramos algún regalo y un par de CD con una selección de música islandesa.

Nuestra intención es visitar el lago Mytvatn y sus alrededores, por lo que retomamos de nuevo la ruta 1. Nos lleva por el otro lado del fiordo, nuevamente sobre las montañas, en dirección al lago Ljosavatn. 

El paisaje cambia constantemente, y sin embargo, está claro que estamos en Islandia, porque no se parece a nada que hayamos visto nunca. De haber podido, habríamos grabado o fotografiado cada segundo de este viaje. Siguiendo los pronósticos del tiempo, nos movemos por el Norte de la isla buscando las noches despejadas, en la esperanza de poder contemplar la Aurora.
 

La primera parada de nuestro viaje será Go∂afoss, la cascada de los dioses, una de las más conocidas visitas de esta parte de Islandia. Se llama así porque cuenta la tradición que, tras la conversión al cristianismo, un tal Thorgeir arrojó a la cascada todas las imágenes que tenía de los dioses antiguos.

La cascada es espectacular. Desde lejos se puede escuchar el fragor de la catarata y ver las columnas de agua pulverizada que lleva el viento. Es muy visitada, por lo que, al contrario que en la mayoría de los lugares que hemos visto hasta ahora, está bastante concurrida de turistas (en especial chinos, que bordean el suicidio con tal de hacerse una foto desde el borde del salto de agua). 
Recorremos con calma el sendero que bordea la cascada, el puente que cruza el río y accedemos al lado que más lejos está de la carretera, con lo que el número de turistas disminuye bastante. Los chinos van con mucha prisa, en caravanas de tres o cuatro 4x4 haciendo excursiones relámpago, con lo que da la sensación de que se toman únicamente el tiempo preciso para hacerse la foto y salir corriendo hacia otro lugar. 

Cerca de la cascada se encuentra la granja en cuyos terrenos nos encontramos. Parece ser que, desde los años 30, además de la granja, regentan un pequeño restaurante y ofrecen alojamiento. También hay un puesto de gasolina.

La visita nos lleva unas dos horas en total. Proseguimos. Bordeamos el lago Másvatn y una vez más el paisaje cambia cuando nos adentramos por el lago Mytvatn. Increíble. Le llaman el lago de las moscas. Al parecer en verano nubes de pequeños insectos atormentan a cualquiera que recorra la zona, pero en octubre no hay ni rastro. La zona es preciosa, salvaje, muy húmeda. En ciertos momentos, la carretera da la impresión de atravesar las aguas. Finalmente, luego de recorrer las orillas del lago, nos adentramos por un camino de grava bastante accidentado para la caravana y llegamos al pie del cráter Hverfjall. Son cerca de las tres, de modo que, antes de caminar, comemos.


Desde luego, el lugar en el que nos encontramos, podría usarse perfectamente para rodar una película de ciencia ficción sobre viajes a la luna. El cráter se alza junto a nosotros enorme, circular y pardo. Nos rodean los cascotes eyectados por las erupciones y estamos en el centro de un enorme campo de lava, habitado por musgos, hierbas y pequeños arbustos enanos.

Decidimos hacer una ruta a pie por un sendero que nos conducirá hasta la cercana Grjótaljá. Se podía llegar en coche con facilidad, pero el paseo, de unas dos horas a través de un sendero abierto por los campos de lava con el enorme cráter al fondo, merece la pena. 
De hecho es alucinante.


En Grjótaljá hay una serie de cuevas llenas de agua caliente, con un fuerte olor sulfuroso. Está bastante caliente, de hecho, la primera impresión cuando metes la mano es que te abrasas. Antiguamente eran usadas para bañarse por parte de los habitantes de la zona. De hecho podemos ver cómo de una furgoneta se bajan cuatro señores que se dirigen a un lugar ligeramente oculto a la izquierda de donde nos encontramos. 
Curiosos, nos acercamos para descubrir que, además de la gruta abierta a los turistas, hay otras grutas cercanas, cerradas con verjas y carteles donde se advierte de la peligrosidad del lugar y de los baños. En una de estas, pudimos ver cómo los islandeses se desnudan y se meten en el agua, en la semioscuridad de un jacuzzi natural  subterráneo. 

Grjótaljá es una enorme grieta en el terreno. De hecho es parte del lugar en el que las placas tectónicas americana y europea se separan. En algunos sitios, puedes poner la mano derecha en una roca europea y la izquierda en una roca americana.

Regresamos a pie de nuevo a nuestra caravana. Se va a hacer de noche y nuestra intención es probar los baños termales al estilo islandés. A unos pocos kilómetros de donde nos encontramos y no muy lejos de la laguna azul de la zona geotermal de Mytvatn, se encuentran los baños naturales de Mytvatn, nuestro destino.

Llegamos al lugar cuando comienza a anochecer y un viento fuerte y frío se ha levantado de súbito. Al lugar de los baños se accede por un edificio moderno, confortable, modelo balneario. Allí compras la entrada (unos 35 euros por persona) y accedes a los vestuarios. 
En los baños se exige una ducha y limpieza completa del cuerpo antes de acceder a la zona termal al aire libre. Somos muchos visitantes y pocos lugareños, de eso estamos seguros, por lo que no se ve nudismo alguno, más allá del practicado en las duchas (que parece cohibir un poco a turistas ingleses y asiáticos). 

El problema viene cuando mojado de la ducha vas a salir a la laguna, se abren las puertas y un aire gélido a cinco grados centígrados te envuelve. 

Pues nada, gritamos horrorizados, bajamos las escaleras corriendo y nos zambullimos en el agua caliente. Está caliente, aunque no demasiado, es azulada y blanquecina, no transparente, huele a huevos y de recubre la piel de una suavidad extraña.

Es un lugar muy bonito, al aire libre. Podemos ver cómo atardece cómodamente sumergidos en el agua, notando en los pies la arena negra del fondo y sentándonos en los bancos de piedra o madera sumergidos que hay por todas partes. Están cubiertos de unas alguillas pardas, cortas, suaves como el pelaje de un animal. 

Estuvimos allí unas tres horas, viendo cómo el sol desaparecía en el horizonte, y la llegada de la noche. El cielo está bastante despejado para ser Islandia, pero por desgracia, tampoco hay rastro de aurora boreal de momento. Un termómetro puesto a mala leche nos informa de que con la oscuridad, la temperatura exterior sigue bajando. Ahora marca dos grados sobre cero.

Por desgracia no nos podemos quedar allí para siempre, por lo que, aunque pese, hay que abandonar el cálido refugio del agua y atravesar las escaleras azotadas por el viento hasta los vestuarios. Ahora entiendo a los macacos japoneses de Jigokudani…
 
De regreso a la caravana, intentamos decidir dónde pasaremos la noche. Retrocedemos unos kilómetros hasta el pueblo de Reykhali∂, donde confiamos en encontrar un camping, pero nos lo encontramos cerrado. 
Por la noche, los pueblos islandeses que hemos visto son muy oscuros y, ciertamente dan la impresión de estar deshabitados, con lo cual, después de dudar un poco y comprobando que no está demasiado lejos, decidimos conducir hasta nuestro siguiente destino, donde pasaremos la noche: Hevrir.
 
No se ve nada y no hay un alma cuando llegamos a la zona de aparcamiento de Hverir. 


La luz de los faros de la caravana nos permite ver unas columnas de vapor delante nuestro. El aire nos trae ráfagas de un olor sulfuroso. Hay otro letrero que prohibe el overnight parking, pero como no tenemos otro lugar donde ir y no se ve absolutamente nada, buscamos un lugar llano y aparcamos para pasar la noche. 
El cielo parece despejado a ratos, pero sigue sin haber rastro de la aurora boreal. 
No hay luces. 
Todo está oscuro y silencioso. Sólo el viento azota la caravana.
 
20 de octubre
Hevrir - Skatafell
 
La noche ventosa nos brindará paso a otro de los amaneceres más extraordinarios que he vivido nunca. Estamos absoluta y totalmente solos en Hevrir. 


La tenue luz del alba nos desvela otro paisaje extraterrestre de fumarolas, chorros de vapor, charcas de barro en ebullición, depósitos de azufre y aguas termales. Por suerte, tenemos fotografías que perpetúan esos momentos mágicos en los que el amanecer se combinaba con la lluvia, con las nubes de vapor, con las montañas cubiertas de nieve para crear para nosotros un espectáculo totalmente irrepetible, imposible de describir. 
Desayunamos. 

Y comenzamos a recorrer los senderos apenas marcados entre las aguas en ebullición y las chimeneas de vapor que atruenan el aire con sus silbidos poco antes de que los primeros turistas se acerquen. Tenemos una de las maravillas de Islandia a nuestra disposición para nosotros solitos.

El terreno está embarrado, de la lluvia de la noche, y de la de la madrugada… e incluso de la que nos azota brevemente, el tiempo justo como para fotografiar un arcoiris sobre la escena. 


Recorremos las sendas durante un par de horas (hay que ir a paso de tortuga, con cuidado, para no resbalarse y caer, evitando las zonas más encharcadas). 

Nos acercamos hasta los restos de una estructura al parecer destinada antiguamente a la recolección del azufre para la fabricación de pólvora. Cuando regresamos hacia la caravana, empiezan a llegar los primeros visitantes al lugar.

Tras limpiarnos como buenamente podemos parte del barro, decidimos continuar el viaje. 
        
        Nota de color: buena parte de la estancia la hemos pasado entrando y saliendo de la caravana, lo que significaba que, para evitar manchar demasiado el interior de tierra negra, barro u otras sustancias, teníamos que descalzarnos y calzarnos cada vez. Creo que nunca me he puesto y quitado tantas veces los zapatos en un solo día.

Comenzamos la que será la etapa más larga del viaje y, a la vez, una de las más hermosas, terribles y complicadas.


Conducimos durante un par de horas por la ruta 1 que nos lleva por los paisajes desolados, solitarios y salvajes del interior, atravesando lugares azotados por el aire en los que la nieve bordea la carretera. De pronto, nos llama la atención un espectacular salto de agua que tenemos a nuestra derecha. Se trata de la cascada de Yst í Rjúkandi de cuya existencia no teníamos ni idea, apenas visitada a pesar de ser un espectacular salto de agua de más de 139 metros de altura. 

Paramos y caminamos por el sendero que conduce hasta la base de la cascada, impresionante entre las montañas pardas y la nieve. 

Sigue lloviznando cuando continuamos la marcha en dirección a la población de Eglissta∂ir, a la que llegaremos cuarenta minutos más tarde. Allí paramos para repostar de nuevo, para comprar una bombona de gas nueva para la calefacción de la caravana 
        Otra nota de color: las bombonas de propano son blancas, con una trama transparente que permite ver el nivel del gas del interior, algo que me asombra por su utilidad, claro está. La diminuta ciudad, que tiene su aeropuerto y todo, se levanta junto a un largo y ancho río-lago que recorre el valle. 

Nuestra intención es dirigirnos hacia Sey∂isfjör∂ur, en la costa este, pero al abandonar la ruta 1 y coger la carretera que nos llevaría hacia allí, nos encontramos con que una de las señales que avisan de las alertas por viento nos indica con un montón de luces rojas que tomar esa ruta en ese momento no es aconsejable con la caravana (de hecho lo prohibe) ya que la velocidad de las rachas de viento puede llegar a ser muy alta.

Después de meditarlo durante un rato, después de las dificultades que el viento nos ha ocasionado en las montañas durante el tramo anterior y ya que el tiempo nos apremia para la ruta que queremos hacer, cambiamos el plan y viajamos en dirección a Höfn en el sur para pasar noche allí.

Abandonamos la ruta 1 para tomar la ruta 95, un poco más directa (no recorre la costa, sino que ataja por el interior). Tomamos la decisión de parar a comer tan pronto como encontremos uno de los omnipresentes apartaderos. Sin embargo, un par de decenas de kilómetros más tarde, la carretera parece estar en obras: el pavimento de asfalto da paso a un firme de grava provisional, repleto de baches y maltratado por la lluvia, estrecho y muy complicado de conducir. Para colmo, aunque está atravesando un paisaje absolutamente fascinante junto a un río encajonado entre muros de piedra, no aparecen apartaderos, ni arcén apenas donde retirarse para dejar pasar a los 4 x 4 con prisa de los chinos o a los ocasionales camiones con los que nos cruzamos. 

Vemos maquinaria de arreglo de carreteras, pero, salvo un tipo en una excavadora ocupando toda la calzada, no hay nadie trabajando. Poco a poco, la carretera se vuelve loca, más montaña rusa que carretera, en su afán de ascender entre nieves y descender en curvas dementes hacia los valles lejanos. 

Sin saberlo, hemos atajado por el Paso de Öxi, una carretera considerada bastante peligrosa y nada recomendable en condiciones de mal tiempo o, de hecho, fuera del verano, ante el riesgo de avalanchas, nevadas intensas, viento y deslizamientos de tierra que la rodean. 

Es increíblemente bonita, hasta quitar el aliento; pero entre el viento, la grava, las curvas y las cuestas es una de las rutas más difíciles que hemos conducido con una caravana. El sol se asoma y se esconde entre las nubes sobre un paisaje que no podemos describir, pero que nunca olvidaremos.


Por fin, casi dos horas más tarde, llegamos a un apartadero, en lo que probablemente sea el mirador natural más espectacular que haya visto nunca. Además, junto a nosotros (en realidad bajo nosotros) se despeña otra espectacular cascada: Folaldafoss.

Allí, tras hacer una visita a la catarata, que cae en sucesivos saltos sobre una enorme piscina natural y luego serpentea en dirección al cercano Berufjordur, decidimos descansar y comer.

Nos apremia un poco el tiempo, porque después de la experiencia que estamos conduciendo, la verdad no nos apetece que oscurezca antes de estar en una ruta un poco más sencilla.

Más tarde volvemos a incorporarnos al asfalto de la ruta 1. En este tramo, bordea la costa, a nivel del mar (a veces parece que por debajo) ceñida a la estrecha franja de terreno que se abre entre unas altas paredes de piedra ominosas, oscuras y ciclópeas a un lado y el océano denso, metálico y gris al otro. 
El tiempo cambia. Alterna súbita y constantemente entre un sol débil, nubes negras y ráfagas de viento y nieve que nos golpean de lado amenazando con sacarnos de la carretera. 

Confieso que nunca había sentido tal sensación de pavor ante un paisaje que, al menos durante esas horas, parecía sacado de algún poema maldito de Poe o de una historia victoriana de horror. 
Es brutal: nos sentimos a la vez agotados, tensos y maravillados. Cada vista es más hermosa y terrible que la anterior y con cada curva aumenta la sensación de que el paisaje quiere matarnos, echarnos fuera de la carretera, de que nos adentramos en un territorio prohibido a los humanos, quizá un reino de gigantes o dioses a los que ofende nuestra presencia.

Me imagino cómo debe ser conducir con galerna o tempestad. Ahora mismo las salpicaduras de las olas (que no son grandes) llegan al parabrisas. 

Al final sucede: encontramos la señal que prohibe conducir con el viento que hace. 
Pero ¿qué podemos hacer, si no hay otra ruta? ¿Parar en mitad de aquel lugar amenazador? 

Extremando las precauciones y la tensión, proseguimos a unos tranquilos sesenta o setenta kilómetros por hora, durante otro par de horas durante las que oscurece del todo. Es de noche cuando llegamos a Höfn. 

Sin embargo el cielo empieza a clarear, de modo que, con la esperanza de poder pasar la noche en un lugar tranquilo, libre de luces, después de dar un par de vueltas por el diminuto pueblo, decidimos continuar unos pocos kilómetros, hasta el próximo apartadero. No encontraremos uno hasta llegar a Skatafell, unos veinte kilómetros después.

Una vez allí, por fin, cenamos y descansamos. 

Tampoco habrá suerte esta noche. Aunque el cielo está claro, la previsión de actividad solar no es muy esperanzadora y tampoco hoy veremos la Aurora Boreal.

        Nota de color: cada vez que la carretera ha de cruzar una corriente de agua, una señal previa te avisa del estrechamiento antes de llegar a un puente de un solo carril, sin arcén. Algunos de ellos, dan la impresión de tener el piso de madera. Son puentes rápidos de construir y de reemplazar cada vez que una riada se los lleva por delante, pero por otro lado, atravesarlos con un vehículo alto como la caravana cuando ráfagas de viento te azotan de pronto por cada lado, es una prueba de templanza para los nervios.
 
21 de octubre
Skatafell - Skogafoss.
 

El amanecer nos desvela que estamos en una planicie en la que a un lado tenemos una playa enorme y vacía con un mar gris y brillante al fondo; y al otro,  unas paredes montañosas cubiertas de nieve en su cima, las raíces del glaciar Vatnajökull. 

A lo lejos, divisamos la granja Skatafell. En el lugar donde estamos, una estela de piedra nos recuerda que éste fue el lugar de nacimiento de Jon Eiriksson, un filósofo, estudioso y escritor que moriría en Copenague, habiendo sido consejero del rey danés.


La planicie, incluso con las granjas y otras señales de humanos, da una enorme impresión de fuerza, desolación, como un mundo recién estrenado. Sólo las omnipresentes ovejas (que, por cierto, pasan de alambradas con una soltura que asombra, hay que conducir con mucho cuidado por si te las encuentras en medio de la carretera) nos contemplan con sus melenas ondulando al viento, porque ellas lo valen. 

Tras desayunar, proseguimos nuestro camino. Unos cuarenta kilómetros nos separan de la laguna glaciar Jökulsárlón, nuestro primer destino del día.


Para nuestros ojos, que nunca han visto nada igual, el lugar es una fiesta: gigantescos bloques de hielo de mil tonos de azul, turquesa y blanco flotan en el agua helada de la laguna. Al fondo de la misma, enormes y lejanos, los muros de hielo del glaciar reverberan al sol. Es octubre y el lugar es una juerga de turistas (lógico, ya que apenas unos metros lo separan de la carretera y de hecho un puente atraviesa el punto en el que la laguna desagua en el mar): vehículos anfibios te llevan de excursión hasta el glaciar, gigantescos autobuses todoterreno llevan a grupos de turistas chinos a vivir de cerca las aventuras en el glaciar… no quiero imaginar cómo será el lugar en verano. Después de tanta soledad, también nos resulta un poco incómodo encontrar un grupo tan numeroso de personas.

Pero es cierto que el lugar parece obrar un efecto sobrecogedor en la gente. No hay demasiado jaleo. No se habla en voz baja, como si fuera una iglesia, pero casi lo parece. La gente se acerca al borde del agua, fotografía maravillada y, por lo general, procura no molestar ni hacer demasiado impacto en la belleza pura del lugar. Cojo uno de los pedazos de hielo transparente como el cristal, hielo antiguo que la laguna ha arrojado a la orilla y saboreo el agua dulce y pura del glaciar.

Un tiempo después, no sé cuánto, abandonamos el lugar. Nos dirigimos a otra laguna glaciar, no tan conocida y de acceso más complicado: Fjallsárlón. 


Está más alejada de la ruta principal y desde el lugar donde se puede aparcar la caravana hasta la laguna hay algunos minutos andando por un camino de grava, por lo que no hay autobuses, vehículos anfibios y, desde luego, mucha menos gente. 
Esta laguna es más pequeña por lo que la pared glaciar está mucho más cerca y es posible ver el desprendimiento de grandes trozos de hielo con facilidad. El agua es turbia, pero el hielo glaciar tiene los mismos mil tonos de azul. 
Una vez más, consigo uno de los trozos de hielo puro y transparente que han llegado a la orilla y lo saboreo. Nos quedamos un rato paseando por la orilla, admirados. Nunca hemos visto nada parecido y, la verdad, es hermoso. Muy hermoso. 

Como enormes neveras, los glaciares crean un manto de condensación sobre ellos, una capa de nubes que se derrama a la salida del glaciar y refulge bajo el sol. Ninguna de nuestras fotos va a hacer justicia a lo que contemplan nuestros ojos.

Tiempo más tarde, desandamos lo andado volviendo a la caravana. Vamos a proseguir nuestro viaje en dirección a el Parque Natural de Skaftafell, donde queremos hacer una excursión hasta la cascada de Svartifoss, que pasa por ser una de las más famosas de Islandia. 

El tiempo oscila entre ráfagas de sol, momentos de suave llovizna y, cuando ascendamos a las montañas del parque, directamente nieve en nuestra cara. En la entrada al parque hay un amplio recinto para estacionar los vehículos, y es el único lugar en el que hemos visto que se indica que hay que realizar un pago por entrar y estacionar. Nos imaginamos, una vez más, que en verano o en épocas de mejor tiempo debe ser un lugar muy, pero muy visitado.


Ascendemos por los senderos que atraviesan pequeños bosquecillos de sauces enanos en dirección al glaciar del que nace el brazo de agua que alimenta la cascada. Es un paseo muy bonito, incluso en medio de la mezcla de ventisca con sol por la que estamos caminando. Conforme ascendemos, las vistas en dirección al no tan lejano mar son sencillamente espectaculares. Cuando por fin llegamos a la cascada, descubrimos que merecen la pena el paseo y la visita. 
Lo peculiar de la misma son los bloques regulares de basalto negro sobre los que salta, que parecen artificiales y vuelven a dar la impresión de la entrada a un palacio construido por gigantes (o por trolls, puestos en ambiente). El palacio oscuro y terrible de un Rey bajo la Montaña.
Todo lo que sube, tiene que bajar. La excursión en total nos ha llevado un par de horas. Aún proseguimos un rato nuestra ruta antes de volver a parar para comer. La ruta atraviesa unos alucinantes campos de lava negra, totalmente cubiertos de un musgo verde, absolutamente intransitables. 

Desde donde estamos se puede hacer una brevísima ruta circular entre los montones de lava que demuestran que, efectivamente, es muy complicado abrir sendas o caminos en aquella caótica extensión de restos: los pies se hunden entre rocas afiladas, agujeros invisibles y musgo resbaloso, casi sumergidos entre una multitud de piedras que impiden ver dónde se encuentra uno. Un auténtico laberinto natural, que merece la pena visitar. Allí, tranquilamente, comeremos.

Son como las cinco de la tarde cuando proseguimos en dirección a la población de Vik. Atravesamos inmensas playas negras. Esta parte de la isla, con la luz y las nieblas de octubre es hermosa y terrible. Son los paisajes más románticos que he visto en mi vida. Atormentados, salvajes. 
El paisaje es una gran planicie negra de derrubios volcánicos, con un mar rompiente a nuestra izquierda en el que parecen flotar grandes islotes de piedra y unas paredes glaciares a nuestra derecha, coronadas de nieve y nubes oscuras en el crepúsculo. El sol se pone a toda velocidad. Hacemos un alto para, respondiendo a un reto, marcarnos un calvo a dos grados sobre cero en un rincón de la enorme playa oscura (es otra manía. O ritual)

Pasamos por Vik, aunque decidimos, por ajustarnos al plan, continuar unos cuantos kilómetros más, ya casi en la oscuridad, para acercarnos a nuestro destino, la famosa cascada Skogafoss. Una de las maravillas naturales más famosas de Islandia.

Allí hay un camping donde esperamos poder parar a pasar la noche. 
Son las siete de la tarde y es noche cerrada cuando llegamos al camping. 
Un letrero nos informa que, como al parecer es usual en muchos de esos campings, la persona encargada nos atenderá a partir de las siete hasta las nueve. 
Nos acercamos a un albergue juvenil (IYHA) y hotel que está al lado. Consultamos precios pero parece casi completo y lo que nos ofrecen es extremadamente caro (si entendemos bien a la muchacha que nos atiende estamos hablando de más de cien euros por una noche en un albergue que en España, con el carnet de alberguista cuesta poco más de veinte). 

De vuelta al camping, una chica toma nota de nuestra llegada, nos indica que podemos conectarnos al poste de luz que deseemos y hacer uso de las duchas. Yo lo veo un poco inhóspito. Ha estado lloviendo y hay grandes charcos por todas partes, hace viento y frío y para moverte por el lugar es imprescindible una linterna, pues está oscuro como boca de lobo. Aurora, más valiente, decide ir a darse una ducha a las instalaciones. Después cenaremos y nos acostaremos. Está nublado. No hay ni rastro de Aurora Boreal y nos estamos quedando sin noches…
 
22 de octubre
Skogafoss - Reykiavik
 



A poco del amanecer, podemos comprobar que el inundado camping tiene una ubicación inmejorable, puesto que desde nuestra caravana, prácticamente desde la cama, podemos contemplar la cascada. 
De hecho puede escucharse;  y las nubes de agua pulverizada que desprenden se mezclan con la llovizna en un cuadro melancólico, gris, de una belleza hipnótica. 

Después de desayunar, me acerco a la cascada en un paseo fácil, de medio kilómetro, justo hasta la enorme poza donde se precipita con tremenda fuerza y majestad. 
Un sendero te permite subir hasta un mirador situado en la parte de arriba. 

Según la tradición, un colono llamado Thrasi, escondió una vez un cofre con todas sus riquezas en algún lugar inaccesible tras la cascada, aunque una parte del mismo fue visible durante mucho tiempo. Cuentan que tres hombres de Skogar intentaron hacerse con el cofre. Lograron enganchar una cuerda a una anilla de hierro de uno de los laterales del cofre. Tiraron y tiraron, pero el cofre era tan pesado (tantas riquezas contiene) que el anillo cedió y se rompió, con lo cual los hombres abandonaron el intento de conseguir el cofre. Este anillo fue colocado en la puerta de la iglesia de Skogar, y puede verse hoy en su museo. 
La cascada es muy famosa, conocida, muy fotogénica y se encuentra al inicio de una ruta por el geoparque de Katla. Las recomendaciones que se pueden ver en un cartel sobre el equipo y la preparación que hay que llevar antes de intentar esa ruta te recuerdan que Islandia, con su capa tenue de ocupación humana, no deja de ser un territorio casi virgen y, en verdad, peligroso.
Nuevamente nos ponemos en marcha.


Entramos en un territorio más cercano a la capital y cuajado de maravillas muy visitadas y bastante conocidas. Sin embargo, tenemos el tiempo tasado, hemos de seleccionar a dónde queremos ir, por lo que ponemos rumbo a la localidad de Geysir. Vamos a ver el parque de las fuentes termales que hacen que en todo el mundo se llamen Géiseres. 
Por algo será.

El paisaje se vuelve más amable, pueden verse más árboles y granjas más cercanas las unas a las otras, menos aisladas. Debemos ascender un poco porque todo está cubierto de nieve, lo cual curiosamente lo convierte a nuestros ojos en un paisaje algo más familiar. Es alrededor de la una cuando llegamos por fin al parque geotermal de Geysir.

Y resulta que sí, que se nota que está cerca de Reikiavik y que es famoso. 

Es la mayor concentración de personas que hemos visto desde que llegamos a Islandia. Constantes autobuses están llegando a la zona de los restaurantes y las tiendas de recuerdos. Un flujo constante de gente entra en el parque y rodea las fuentes termales. Las más famosas Geysir y Strokkur son las más visitadas. 

Cada cuatro o cinco minutos Strokkur lanza al aire un chorro de agua y vapor estruendoso para deleite de la multitud. Parece un gran animal enfadado haciendo su número para diversión de los turistas. Está nublado, todo nevado, blanco y sobre ese fondo difuso, la nube de vapor blanco del géiser tampoco destaca tanto. Aunque alcanza los veinte o treinta metros de altura, queda un poco deslucida. 

Paseando, me interno por las rutas menos frecuentadas del parque, resbalosas por la nieve, que conducen a unas cumbres cercanas desde las que, en días despejados, debe haber unas vistas espectaculares, pero que hoy sólo proporcionan atisbos de una gran caída sobre el valle de al lado. 
Por el camino encuentro otras dos borboteantes fuentes de agua hirviendo, mucho menos públicas, y cuando llego al mirador, me encuentro totalmente sólo sobre un mundo blanco y gris, silencioso. Una hora y media de paseo más tarde, regreso a la caravana. Por el camino he visto muchas fuentes y arroyos de agua hirviendo que humean en el aire frío. He visto a un joven cocinero preparar, para un grupo de turistas, un plato que se cocinará sobre un pozo de agua hirviendo natural. También vende vodka o un licor local.

Me empiezo a sentir melancólico: el tiempo se nos acaba y entramos en la penúltima etapa de nuestro viaje, rumbo a Reikiavik, a donde llegaremos poco después de las cuatro y veinte de la tarde.
Nuestro destino está en Tjaldsvæðið Laugardal, un pequeño campsite en pleno Reykiavik donde podemos dejar la caravana, ducharnos si queremos, cocinar o cualquier otro servicio. Está al lado de unos baños con sus instalaciones deportivas. No está muy lleno de gente. 

Nos atiende un muchacho muy amable y podemos elegir el lugar que queramos para enchufarnos a la red eléctrica. Una vez que nos afincamos y comemos, decidimos salir a caminar para explorar y coger el pulso a la ciudad. Una vez más, oscurece bastante deprisa.
 
Reikiavik, aunque extendida (viviendas unifamiliares, pequeños chalets y tal) es, en realidad, muy pequeña. En una tarde se pueden recorrer sin dificultad todos sus lugares más conocidos.
 

Visitar la escultura de la Nave del Sol, conocer el HARPA, recorrer la parte más antigua del centro histórico o acudir al puerto o al PERLAN. Nosotros recorrimos el paseo marítimo que bordea la bahía, mientras poco a poco oscurecía, lo cual nos dio ocasión de conocer el fascinante efecto de luces de la fachada del HARPA. 
En Islandia los comercios suelen cerrar muy pronto, sobre las seis de la tarde, pero en Reikiavik, es fácil encontrar tiendas de recuerdos abiertas hasta más entrada la noche, cosa que vimos y además tiene una oferta acogedora de restaurantes, pubs y locales donde refugiarse un rato de la oscuridad y el frío de la calle. Aprovechamos para cenar un plato de sopa caliente y unas buenas cervezas en un local llamado Hressó. 

Buscamos y encontramos el famoso puesto de perritos calientes de Bejarins Bezú, para encontrar que, para nuestra desilusión, estaba cerrado. Visitamos la plaza del parlamento. Subimos por calles tenuemente iluminadas hasta Hallgrimskirkja, su icónica iglesia, cuya moderna fachada evoca los pilares de basalto que se encuentran por todas partes. 
Algunas casas dan la impresión de estar vacías y albergar secretos oscuros, crímenes dementes en los sótanos; pero sólo es una impresión que dan las luces tenues y las cortinas entreabiertas. 
 

Reikiavik resulta ser una ciudad muy tranquila, acogedora, cómoda, moderna en realidad y en constante actualización, donde se pasea por las calles con una amplia sensación de seguridad, aunque para nosotros, acostumbrados al bullicio nocturno de nuestras ciudades puede resultar solitaria. En cualquier caso, inolvidable. 
 
Más tarde, entrada la noche, volvimos al campsite. Hubiéramos cogido un taxi, pero la verdad es que no vimos muchos. De hecho, uno solo. 
        Nota de color: también uno y nada más que uno han sido los coches de policía que hemos visto en todo el país. Aparcado en la puerta de una comisaría. Y lo que es policías, no hemos visto ninguno. No deja de resultar raro.
Una vez más está nublado. 
Es nuestra última noche y no hemos podido ver la aurora boreal. Cagüentó.
 
23 de octubre.
Reykiavik - Paris


Esta mañana tenemos el tiempo tasado: tenemos que desayunar, hacer una última limpieza de la caravana, revisar los niveles, recargar el depósito, conducir hasta la nave de Geysir Motorhomes, devolver la caravana y llegar al aeropuerto a tiempo para el embarque.

Todo fluye sin problema alguno; desayunamos tranquilamente, preparamos nuestro equipaje, recogemos y limpiamos. Al lado de una gasolinera cercana, nos informa el muchacho del campsite, hay un lugar donde podemos limpiar los WC químicos de la caravana. 

Son las nueve de la mañana cuando salimos de Reikiavik por la ruta 41 y poco más de las diez menos cuarto cuando llegamos a Geysir Motorhome. Una vez allí, entregamos la caravana, sucia del polvo y de la lluvia, pero flamante por dentro y sin ningún desperfecto. Todo un logro, después de la odisea de aventura que hemos estado viviendo.

Desde allí, en una furgoneta, nos acercan al aeropuerto. Por el camino, hablando con el señor, nos enteramos de que en Islandia, pagan poco más de 40 euros al mes de calefacción y agua caliente gracias a la energía geotermal. Le informamos de que su país nos ha encantado, admirado y emocionado a partes iguales.

El aeropuerto de Keflavik, ya lo dijimos a la llegada, es muy pequeño y manejable. No tenemos ningún problema en encontrar nuestro vuelo, pasar los controles de seguridad y embarcar. Volamos con WOW airlines rumbo a París. Son las once de la mañana.
 
Tardaremos unas cuatro horas en recorrer los dos mil doscientos cuarenta y cinco kilómetros que nos separan de París, donde perderemos las dos horas de diferencia que ganamos a la ida. 

En París son las cinco de la tarde. Estamos en el Aeropuerto Charles de Gaulle, desde el que un autobús nos lleva hasta Ópera, muy cerca de donde está nuestro hotel, el hotel Opera Maintenon, apenas quinientos metros que recorremos tranquilamente caminando, respirando el bullicio de la ciudad después de haber saboreado la soledad islandesa. No tenemos más intención que la de pasar unos días en París, caminando y viviendo la ciudad.


Descansados, comidos, duchados y frescos, salimos de nuevo a la calle para descubrir que el hotel está situado en pleno corazón de un “pequeño Tokio” lleno de restaurantes, mercados y tiendas japonesas. También ha oscurecido, pero eso en París no se nota, la temperatura es agradable y el ambiente bueno, con lo que vagabundeando, nos acercamos hacia el Palais Royal, la pirámide del Louvre y el carrousel, donde pasamos el tiempo dedicados a hacer unas grabaciones para un proyecto personal de película, para lo cual empezamos a recabar información sobre las placas de ARAGO de lo que hemos oído que se llama “el monumento invisible”.
        
        Nota de color: un poco de indignación. Considero inadmisible que se haya caído tan bajo como para permitir que los andamios de unas labores de limpieza y reconstrucción de diversos edificios parisinos se conviertan en enormes, gigantescas vallas publicitarias de las empresas que están “colaborando” con la reconstrucción, arruinando para siempre fotografías y películas con la mil veces maldita publicidad. No comprendo que el patrimonio mundial pueda ser utilizado de manera tan denigrante y las autoridades que lo defienden se presten a ese juego corrupto.


Un poco más tarde, abandonamos esa explanada del Louvre tan colorida y llena de gente y vida y regresamos a los alrededores del hotel, buscando dónde cenar. Lo haremos en un lugar llamado Lai Lai Ken, donde un camarero que parece salido de un comic de Tintín, nos servirá unas gioza deliciosas y unas sopas ramen enormes, abundantes y sabrosas.  Después, hacemos unas compras en un super cercano y  volveremos al hotel. 

Los días son enormes y hermosos cuando se viaja.
 
24 de octubre
 
El día va a resultar muy divertido. Tan pronto como nos levantamos, salimos del hotel hacia la cercana calle Richelieu para desayunar en un bistrot que vimos la noche anterior. 

Mientras desayunamos, hablamos sobre las placas de ARAGO y la información que podemos encontrar sobre ellas en la red. Recordando, recordando, encontramos que son parte del Meridiano de París, medido por ARAGO y que finalmente no fue adoptado por la comunidad internacional que se decantó por el de Greenwich. Las placas, de bronce, sobre el suelo, marcan la dirección norte sur del meridiano de Paris cuidadosamente medido por Arago. 


La diversión comienza cuando nos enteramos de que, como un juego de pistas, las placas se encuentran dispersas por París, pero en una de esas casualidades no casuales, descubrimos que tenemos una a tan sólo a unos metros en esa misma calle en la que estamos desayunando por pura casualidad. 
Comienza el juego. 
Trazando una línea imaginaria, nos dedicamos a buscar, de una en una, las placas que podamos encontrar. Ciertamente, buscamos en especial las situadas en la plaza del Louvre, pero nuestro paseo se extenderá por varias calles, cruzando el Sena, caminando por los Jardines de Luxemburgo hasta las puertas del mismísimo Observatorio de París. 

Usaremos parte de este material para, por la noche, grabar alguna toma más para nuestra película. Encontraremos que algunas son complicadas de hallar, otras han sido robadas e incluso alguna sustituida por una réplica jocosa, pero nos divertiremos mucho recorriendo este “Monumento Invisible” que recorre París.

Nos acercamos a Notre Dame donde descubrimos que la plaza de la catedral está ocupada por una serie de instalaciones destinadas a un espectáculo de sonido y luces que se celebrará por la noche, un espectáculo que requerirá que se restrinja el paso a las personas que no estén autorizadas a entrar y que hará que una multitud de curiosos se agolpen junto a las vallas que limitan el aforo. 

        Nota de color: es absurdo el nivel de exigencia en materia de seguridad que se ha extendido por todo París. Después de días de no ver ni un solo policía en Islandia, no mola nada, absolutamente nada, ver tantísimo guardia armado con ametralladoras paseando de un lado a otro con el dedo en el gatillo. Me enferma. También es absurdo el número de controles de seguridad que se abren por todas partes y que requieren que te registren el bolso hasta para entrar a unos grandes almacenes. Ridículo, a todas luces. Y una derrota para la paz y la democracia.
 
Después iremos a visitar la Saint Chapelle, magnífico edificio que yo no conocía y cuyas vidrieras nos tuvieron extasiados. Tuvimos suerte, porque poco después de llegar nosotros, la cola de espera se disparó. No llevábamos ningún pase especial de museos ni nada, lo que significa que hay que aguantamos las colas sin preferencia.  Después nos dirigimos al Quartier Latin, donde paseamos tranquilamente, hasta encontrar dónde comer: la Maison Blanche, donde nos apretamos dos foundés de queso, una detrás de otra, regadas con su correspondiente cerveza.

La tarde nos atrapó caminando hacia el sur, por la Sorbona donde disfrutamos del ambiente durante un rato tomándonos un café; y hacia los Jardines de Luxemburgo -buscando más placas del meridiano -camino del Observatorio y con la idea de hacer una visita a las Catacumbas de París, que tampoco conocíamos. 


Es una visita muy interesante, a pesar que que, a causa de las restricciones de acceso (no permiten que haya, simultáneamente, más de doscientas personas en el interior) y las medidas de seguridad (control de bolsos otra vez) tuvimos que hacer casi hora y pico de cola. 
Una vez que accedes al recinto y pasas los detectores y los registros de mochilas, desciendes hasta el fondo de un amplio pozo por una escalera de caracol eterna; un sinfín de peldaños. No hay una edificación gótica, con muros de piedra o antiguos sillares, sino un recinto subterráneo parecido a los del metro, con sus puertas metálicas y su cemento armado, hasta que por fin entras a la zona visitable de las catacumbas propiamente dichas. 

Al parecer tienen una extensión enorme, antiguas canteras y minas de las que se extraía la característica piedra de París para la construcción. Túneles, kilómetros de túneles oscuros y casi no cartografiados inmortalizados para siempre en novelas y películas. Actualmente, salvo permisos especiales, está prohibido el acceso a esta red oscura de senderos subterráneos, aunque cuentan que se organizan excursiones clandestinas por entradas olvidadas.

La entrada oficial sin embargo, ofrece un recorrido bastante representativo por lo que eran las canteras, y lo que posteriormente se transformó en un inmenso, tenebroso osario. 

Cientos de miles de huesos, de cráneos, cuidadosamente apilados formando extraños diseños. Es inevitable bajar la voz o susurrar cuando se recorren los túneles. A un lado y a otro se abren otras bocas cerradas por rejas y sin iluminación que dan paso a la más morbosa imaginación. Con sus vueltas y revueltas, calculo que se recorren unos mil quinientos metros (a la velocidad que uno quiera) antes de que el recorrido termine y otra eterna escalera de caracol te haga ascender por el pozo que sube hasta la calle, a un par de manzanas de la entrada.

En la salida, tienda de recuerdos. 

Luego, cogimos el metro para regresar a la zona de Notre Dame, a ver si podíamos echar un vistazo al espectáculo de luz de la fachada. Policías, controles de acceso, vallas y una multitud expectante nos disuadieron de esperar a pie otra hora sólo por la posibilidad de ver alguna cosa. De modo que nos alejamos de la gente y nos dedicamos a pasear por la orilla del Sena, haciendo fotos, disfrutando de la noche y del ambiente. Volvimos a pasar por la explanada de la pirámide del Louvre donde otra vez estuvimos grabando escenas para nuestro proyecto y, finalmente, regresamos a cenar y descansar en nuestro hotel. Compramos la cena en un supermercado cercano al hotel, a la vuelta de la esquina.
 
25 de octubre
 
Empezamos el día tranquilamente, relajados, saliendo del hotel sobre las diez para tomar nuestro tranquilo desayuno camino de Ópera en un sitio llamado AuCadran. Más tarde, caminamos tranquilamente hacia los grandes almacenes Lafayette Haussman y Printemps Haussman, un poco por curiosear por las tiendas más que con intención real de comprar nada. Al ambiente prenavideño hay que unir de nuevo los omnipresentes registros de bolsos y mochilas que ya empiezan a ser enervantes -por más que te los hagan con mucha amabilidad y grandes sonrisas-. 

Desde allí, por la Iglesia de la Madeleine, nos dirigimos a la plaza de la Concordia y desde ella, callejeando, hacia los Inválidos (otro lugar que tampoco conocía). Tras debatir un rato si entrar o no, y descansar en la explanada que le sirve de acceso, decidimos continuar callejeando hacia la zona de la Torre Eiffel, llegando a ella desde el Campo de Marte. Por esa ruta decidimos comer en un pequeño lugar llamado “Le Petit Cler”, en la calle Cler y, la verdad sea dicha, comimos muy bien, aunque ahora mismo soy incapaz de recordar qué, salvo un delicioso queso de cabra.

Después de comer, atajando por calles desconocidas, llegamos por fin al campo de Marte y a los pies de la Torre Eiffel. 

        Nota de color: desproporcionado, injurioso, ofensivo y triste el dispositivo de seguridad abierto a los pies de la torre. Unas altas vallas de cristal blindado (al menos tres metros de altura), cámaras de seguridad, policías armados con el dedo en el gatillo por todas partes, controles de acceso con escáneres y detectores obligan a hacer colas interminables sólo para acceder, como antiguamente se podía hacer con libertad, al espacio situado bajo la torre. 

Lo encuentro triste, profundamente triste. Supone una derrota de la democracia y de la libertad a manos del control y del miedo. Es un gasto inmenso, inútil. La torre da la sensación de haber sido arrancada, aislada, del mundo de verdad y de la gente. Los cristales blindados, como una rara pecera, han extirpado a la torre del París que recordábamos.


Entristecidos, continuamos andando hacia Trocadero, y desde allí, por la Rue Kleber, hasta el arco del Triunfo. Desde allí, descenso por la avenida de los Campos Elíseos hasta la Concordia de nuevo. 
        Nota de color: Ridículo ver una cola de gente para entrar en una tienda de ropa de gama alta cuyo nombre no quiero repetir. 
Una cola. 
Para entrar.

Asombro al ver un Ferrari rojo y un Masserati verde que cuestan más de lo que yo ganaré en esta vida y la próxima… y paseo, paseo, paseo, juntos, de la mano, cogiendo el pulso de una ciudad que no puede dejarte indiferente, la verdad.
Bordeando las Tullerías, va anocheciendo. Entramos en alguna tienda de regalos. Caminamos. Tomamos un te verde y un pastel en una extraña boulangerie japonesa. Poco a poco regresamos al hotel para cenar y descansar.
Intentamos ayudar a la chica de recepción a hacerse entender por unas brasileñas bastante maleducadas. 
Mañana regresamos a casa.
 
26 de octubre
Paris -Madrid -Cuenca - Albacete 

No hay mucho que contar. Como acordamos con el hotel, a las siete y veinticinco de la mañana, estamos preparados, con nuestras maletas y en el coche que ha venido a buscarnos para llevarnos al aeropuerto, esta vez Orly Sud, del que sale nuestro vuelo a Madrid. 
Muy baja nota para Orly Sud, por sus indicaciones confusas y escasas que te obligan a preguntar y a dar absurdos paseos antes de poder acertar con tu destino. 

Embarcamos: Nuevamente hay dificultades con los equipajes de mano con lo cual, los nuestros vuelven a ir a la bodega de carga. Nuestro vuelo con Transavia sale sobre las diez y nos lleva sin novedad a Madrid, donde nos aguarda nuestra fiel y silenciosa furgoneta.
 
Pasamos por Vallecas, donde vemos a mis hijos. Comemos con ellos en un kebab cercano (barato, pero no muy bueno) y, finalmente, salimos rumbo a Cuenca para recoger a Sam, llevando a bordo a mi hijo, que se viene con nosotros.
Se queda en Cuenca, cargamos a Sam (que yo creo que ya nos había olvidado) y proseguimos camino. Son las nueve menos diez cuando llegamos a Albacete y casi terminamos el viaje.  El viaje terminará en realidad el día 28 cuando volvamos a casa. A Mojácar.

Miles de impresiones. Sobre todo imágenes imborrables. Y todo llega, transcurre y pasa. Está fresco en mi mente mientras escribo y sin embargo ya se me escapan cientos de pequeños detalles, rostros, olores y voces. 
El canto de un pájaro o determinado color de las nubes. Quedan las fotos, los videos…queda cerrar los ojos y recordar. Ha sido. Eso no puede cambiarse. Pero ha pasado y no se puede recuperar.
No termino de entender porqué eso es así. 
No me parece bien.
                                                                                                                                                       

 

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